En el teatro Marigny de París. Magia en escena
Nada es imposible cuando bajan las luces de la sala y se encienden las del escenario. La obra Frédérick ou le Boulevard du crime , de Eric Emmanuel Schmitt, es un canto de rebelión que tiene en Jean-Paul Belmondo a su mejor intérprete.
Y en la Historia del Hombre, por suerte, apareció el Teatro. Así, con mayúscula. Con la vitalidad propia de la expresión de sentimientos que algunos se atreven a declamar y que el común de los mortales guarda en el fondo de su corazón. Repetimos: el Teatro, así, con mayúscula, en el que los griegos nos enseñaron la Vida y en el que también, a lo largo de los siglos, el hombre curioso encontró una razón para ser feliz. Fue el misterio al que asistía, tembloroso, el ciudadano medieval desde el atrio de las catedrales; el misterio que se atrevía a mezclar lo cotidiano con lo sagrado porque, ¡vamos!, alguien tiene que mostrarnos cómo sería Dios si vistiera ropajes y se dignara hablarnos. En ese exabrupto constante, una sociedad tan movilizadora como la francesa encontró la forma de usar el escenario tanto para la crítica despiadada como para la defensa de grandes principios, que los más importantes actores teatrales se complacieron en anunciar al mundo mientras provocaban risas y llantos a propósito de una sociedad rozagante o corrupta. Sí, claro, en la galería del espíritu de las cosas encontramos que en el Teatro, en su esencia, caben todas las fantasías. Nada es imposible cuando bajan las luces de la sala y se encienden en el escenario; nadie es inmune al juego fascinante del talento; nadie se resiste a la magia de un gran actor.
Esa magia y esa atmósfera tenue, pero perceptible, fue lo que sentimos un par de semanas atrás en París, cuando Jean-Paul Belmondo asomó su ágil silueta de cascadeur , su melena blanca de león astuto, su juego fantástico, al escenario del Teatro Marigny que, usted lo recuerda bien sin duda, parece pintado entre los frondosos plátanos de la avenida des Champs-Elysées.
Porque todo sigue un ritual absolutamente calculado entre los muros de la vieja sala colmada de espectadores atentos: los famosos tres golpes iniciáticos que anuncian la acción y la expectativa en el teatro clásico; el dosaje impecable de movimiento en una abertura escénica en la que gira el decorado y se entremezclan estos hombres y mujeres de teatro que son todos muy importantes no tanto por lo que dicen sino por cómo lo dicen. Gente que tiene la representación y la fantasía a flor de piel. Porque las luces y los terciopelos y la música fugaz tienen la medida exacta, que indica el dominio de una profesión tan noble y antigua como el amor. Representar a otros, a uno mismo, a cualquiera. A la alegría, la pena, la pasión, la furia y el dolor.
Quizás, Frédérick ou le Boulevard du crime , del laureado Eric Emmanuel Schmitt (la pieza se estrenará también en Broadway en el 99), no sea una obra magistral. Pero la historia de ese Frédérick Lemaître, que no quiso someterse a las reglas precisas de la Comédie Française, es un canto de rebelión que tiene en Belmondo a su mejor intérprete.
Frédérick Lemaître vivió entre 1800 y 1876 y, aunque en 1820 fue admitido en el muy elegante y conservador Théâtre Odéon, comprendió muy pronto que su verdadero reino era el Boulevard. En particular, el llamado Boulevard du crime , ese teatro callejero en el que los actores se someten a las más terribles aventuras. Se dice, por ejemplo que, sobre la acera del Boulevard du Temple, " Tautin fue apuñalado 16.302 veces, Marty fue envenenado 11.000 veces, Mademoiselle Dupuis resultó inocente, seducida, raptada o ahogada en 75.000 ocasiones", según explica con prolijidad de entomólogo el Almanaque de Espectáculos que se editó en 1823. Los nombres de los actores han caído, claro, en el olvido, pero eran gente de teatro absolutamente célebre, adulados por una multitud abigarrada y bien dispuesta que se apasionaba por seguir las aventuras de sus ídolos. Allí también, en el Boulevard du Temple, Luis Felipe -que no era actor sino rey- fue asesinado en 1835 por un ciudadano violento, frente al Café Turc.
Frédérick Lemaître reinaba en esos lugares. Ni siquiera respetaba el texto sino que lo adaptaba ante aquella multitud (a veces más de 20.000 personas) que, al anochecer, iba a los teatros en busca de emociones mientras circulaba entre acróbatas, músicos y mimos que ocupaban el resto de la calzada. Victor Hugo describe a Frédérick: "Lleno de fatalidad. Colmado de gracia". Pero también el gran escritor une a su profunda admiración el sentido de la oportunidad. En 1833 le confió a Frédérick el protagónico masculino de Lucrecia Borgia y, en 1838, nada menos que el papel principal de Ruy Blas , que Lemaître inmortalizó.
En el Marigny se produce la maravillosa conjunción Lemaître-Belmondo. Los dos son (con siglos de diferencia) grandes y auténticos actores, sus nombres pertenecen a la casta de los que están en todos los detalles, saben todos los papeles, no pierden ni un suspiro de concentración, viven cuanto actúan. Y esto se transmite al público.
No olvidaré quizás nunca el momento perfecto, teatral, casi imposible en el que Belmondo, de pronto, se dejó caer al suelo, instaló sobre las tablas, con la cansada agilidad de un felino astuto, su gran cuerpo apenas laxo y amparado por una luz cenital, redentora, casi celeste, y guardó un instante de silencio. El teatro lo imitó. Cayó un manto de vacío sobre los espectadores. Nadie osó llenarlo. Era absolutamente suyo, de Belmondo.
Entonces, con una voz absolutamente cálida y sin excesos empezó a murmurar, como si pensara en voz alta: " La cigale...ayant chanté tout l´ été... ". Y fue Lafontaine, la fábula de la infancia. La impresión de cantar en el estío y no ahorrar para el invierno. La sabiduría de la hormiga que se olvida de gozar, pero que nunca tendrá frío. Los consejos, los errores, la trama de la vida de uno, por supuesto.
El aplauso fue estruendoso. Fantástico. Inolvidable. El premio a las cosas simples, dichas y hechas con genio y talento.
Y cuando la puesta de Bernard Murat mostró con enorme gracia un escenario que le daba la espalda al público, abierto sobre otro público imaginario al que nosotros no veíamos, también la sala se colmó de ese soplo divino que se llama felicidad auténtica, real, que persistirá mientras exista la capacidad de inventar. Y no importan quizás tanto el éxito, el brillo, el carisma de Belmondo y la perfecta armonía de su cuerpo (compacto, indisoluble), sino la posibilidad de comprobar que hay cosas que no se compran. Que los dones existen. Que ningún satélite artificial podrá brillar nunca con esa luz acuosa y húmeda de la que están hechas las lágrimas y las estrellas. Y esto quizás hasta resulte una buena fórmula como para que el hombre aprenda a no desesperar.
lanacionar