Manuscrito. Gente “común”, abstenerse
Decía Manuel Mujica Lainez: “La belleza ahorra esfuerzos”. Recordé esa frase mientras miraba en Netflix el documental En el blanco: el ascenso y la caída de Abercrombie & Fitch. Es la historia de esa firma norteamericana de ropa en la que se mezclan la perfección física, el deseo de pertenecer al mundo de los privilegiados y de darse el lujo perverso de poder observar por encima del hombro a los excluidos.
Abercrombie & Fitch se fundó en 1892 para vender vestimenta informal y accesorios de alta calidad destinados a actividades al aire libre y deportivas. Se convirtió en una firma tradicional para clientes adinerados, célebres, más bien maduros, como Teddy Roosevelt o Ernest Hemingway.
En la época dorada, todo en la tienda era excéntricamente caro y exclusivo. Después de la crisis de 1929 y de la Segunda Guerra Mundial, el negocio pasó un momento difícil. Fue vendido varias veces hasta que en la década de 1980 lo compró Les Wexner, magnate de la empresa L. Brands. Éste contrató en 1992 a Mike Jeffries, economista, especializado en marketing de ropa. Jeffries resolvió seguir con la tradición de la marca dedicada al aire libre o al deporte, pero la restringió a clientes de 18 a 22 años, estudiantes pertenecientes a la élite social y económica, blancos, irresistiblemente atractivos y miembros de fraternidades. El CEO pretendía conquistar a todos los que integraban ese coto y también a los feos aspiracionales.
Los empleados de Abercombrie & Fitch podían ser modelos de la marca por su aspecto. Se los reclutaba en los campus, entre los deportistas y en los lugares de reunión de chicos sexies de clase alta. Descartaban a negros y asiáticos. Con el tiempo, para que no resultara tan evidente el racismo de la selección de personal, tomaban a algunos no caucásicos destinados a tareas que no estuvieran a la vista del público.
La publicidad mostraba modelos masculinos con el torso siempre desnudo, con trajes de baño o shorts. Para las chicas, los escotes profundos y las piernas eran fundamentales. Esas imágenes alcanzaron su clímax sexual cuando el gran fotógrafo Bruce Weber se hizo cargo de la cámara. En el caso de Abercrombie & Fitch, importaba hasta tal punto el cebo sexual del modelo semidesnudo que la ropa promocionada casi no aparecía en el encuadre.
Era tan evidente el racismo y el mensaje clasista de exclusión en la gestión de la marca que, con la presión feminista y el nuevo paradigma de la diversidad en el siglo XXI, los clientes cool y los trabajadores de la firma empezaron a quejarse y a entablar demandas.
Mike Jeffries debió suavizar una declaración en la que se había preguntado retóricamente: “¿Somos exclusivistas? Sin duda”. Hubo un boicot colectivo. Jeffries se fue de la empresa sin dar razones. Abercrombie & Fitch se convirtió en la segunda década del siglo XXI en el ejemplo de lo políticamente incorrecto.
Más allá de la compañía estadounidense, ¿hasta qué punto la diversidad deja a un lado, en el mundo real, el atractivo de la belleza, el sexo y el estatus alto? En la Argentina, la expresión “buena presencia” en los pedidos y las ofertas de trabajo es muy común. Y aunque no se la use, en la práctica, ese requisito se da por sentado.
Por cierto, hay otras cualidades, simpatía, experiencia en el trabajo, cortesía. Pero si se suma la belleza, el resultado es letal para los competidores. Hay ciertos trabajos que exigen una pátina de distinción y refinamiento, por ejemplo, en joyerías (no bijouterie). En alta costura o en las marcas de prêt à porter de grandes diseñadores, la diversidad de razas es hoy bienvenida por cosmopolita y exotismo, pero sea cual sea la raza, hay una consigna tácita: “Gente común, abstenerse”.