Manuscrito. ¿Qué sueñan los que no tienen cama?
Estoy en la cocina, alistando lo que queda por resolver para la cena y, por entre los gestos automáticos del hábito, me descubro tarareando una canción: “Venimos desde lejos/de andar buscando la felicidad/ siempre hay algo nuevo/ y la volvemos a esquivar” .
La escuché unas horas antes, acompañando los títulos de una película: voz, bajo, guitarra y batería que interpretaban un tema de Christian Gómez y le imprimían un ritmo de esos que se te instalan en algún rincón del cerebro y aparecen así, como de la nada, pura cadencia y gusto.
Un poco más atrás, cuando la película aún no había terminado, esos mismos versos resonaban en la garganta de un hombre que los cantaba a voz en cuello, plantado ante una iglesia del casco histórico porteño, cerca de Plaza de Mayo, con tres sacerdotes franciscanos como único auditorio, en una noche todo lo solitaria que suelen ser las noches en esa zona de la ciudad.
Ese hombre, el que interpretaba sin sostenes la misma cadencia que me sorprendió en plena tarea hogareña, es un sin techo. Una persona en situación de calle. Uno de esos bultos que cada tanto –o casi siempre, si uno es de caminar más que de andar en auto– se avistan en alguna esquina, en un rincón de la entrada a algún edificio público, bajo la marquesina de un local cerrado, al abrigo de esos territorios inciertos que se abren bajo las autopistas.
El cineasta, productor y fotógrafo Marcos Martínez hizo algo no demasiado frecuente. Recorrió la ciudad, filmó, sobre todo escuchó. Puso a un lado su historia, sus palabras, sus opiniones, la parte que le toca de la trama social y, simplemente, escuchó.
Así dio forma a una película llamada Sueños, que se estrena este jueves en el cine Gaumont, en la que no hay ni análisis sesudos ni especialistas pontificando causas y razones, ni cifras o carteles explicativos, ni ninguna voz que no sea la de la enorme, visible y sin embargo ignorada comunidad de los que no tienen un hogar donde pasar la noche.
La mirada de Martínez es de una delicadeza extrema; el desafío, enorme: transitar por el delgado sendero del testigo sin desbarrancar hacia el paternalismo, la soberbia o cierto ejercicio de la compasión que demasiadas veces termina anulando al otro.
Una sola pregunta hilvana el documental: “¿con qué sueñan?”. Fuera de cámara –hasta en eso hay un respetuoso ejercicio del pudor–, Martínez les pide a los protagonistas de su película que cuenten sus sueños. No sus aspiraciones, sino lo que les queda de la actividad onírica, ese territorio tan propio de la intimidad burguesa, una construcción como tantas otras surgidas entre el siglo XVII y el XVIII, en medio de transformaciones que aún tienen unas cuantas cosas para decirnos. “La promiscuidad y la transparencia han desaparecido –así describe esa época el psicoanalista Patrick Avrane en Casas–. Los pacientes de Freud pueden empezar a consultar”.
Martínez subvierte una norma al no preguntarles a los sin techo por sus necesidades básicas. Y la subvierte aún más porque los filma mientras cantan, pintan un mural, improvisan un rap, leen un poema de su autoría.
Con la distancia justa, observa los gestos de una cotidianidad distante y a la vez inmersa en lo conocido. Frente a las cámaras alguien se ceba un mate, otro remeda una pared con una frazada, un plomero hace gala del mismo oficio que alguna vez le garantizó algo más que mera supervivencia.
Todos ellos, además, cuentan sueños que a veces son pesadilla y otras un obsequio del inconsciente.
En esos sueños –los que son obsequio– se reencuentran con algún amor perdido, con la familia que ya no está. O, como relata una mujer embarazada, habitan el gran imposible, la meta que un día se les hizo trizas: “una casa con muebles”.