Manuscrito. Todo lo que cabe en una montaña
Dormir con lluvia, tapada hasta las orejas, con el rugido de vientos furiosos sonando, un temporal afuera. Pocas cosas me gustan más que tener mucho sueño y acostarme con una tormenta. Hasta que en plena madrugada, como desde que era muy, muy chica, sigue apareciendo ella, casi adolescente ya, con el mismo miedo: “¿Y si nos parte un rayo?”.
–Shhh. ¡¿Que te parta un rayo?! No existe que te parta un rayo, quedate tranquila.
Si no fuera por esta pequeña viñeta que ilustra una escena pavorosa, recurrente, le daría a mi hija de regalo un ejemplar de Canto yo y la montaña baila, una novela poética de la joven catalana Irene Solà, que justo acaba de presentarse en la Feria del Libro de Buenos Aires.
¡Lo que debe ser que “te parta un rayo”, al medio, como a un conejo!, pienso ahora. A Mia, una de las narradoras de esta historia coral, se le murió el padre –y el hermano Hilari y el abuelo Ton y la madre Sió, pero de un rayo en la cabeza solo Domènec– en los campos entre los Pirineos mientras trabajaba y labraba en el aire algunos poemas. Al final, si es que es cierto, uno aprende que en la cuenta entre el relámpago y el trueno está cifrado el peligro: si son pocos segundos quiere decir que ha caído cerca. “Hay que buscar refugio. Pero nunca debajo de un árbol. Ni hay que echar a correr, porque a los rayos les gustan las corrientes de aire. Y no hay que acercarse a los postes de electricidad, ni a las vallas del ganado, ni a las rocas aisladas, ni a las cuevas. Ni hay que meterse en el río si hay tormenta Y si estás en casa, mejor que cierres las ventanas y las puertas y apagues las luces, y no enciendas fuego, porque a los rayos les gustan los fuegos”.
Como la ley de la vida, esta es una novela de muertes y de nacimientos, de paisajes abiertos y emboscadas, pero sobre todo de voces. Canto y yo y la montaña baila es la expresión poética del punto de vista como multiplicidad. ¿Quién es el yo que canta?, le traslado la pregunta a la autora, que por un lado juega en el verso del título con la picardía del que te enfrenta y te suelta sin tapujos: “Ven que te voy a contar una historia y tendrás que adivinar en medio de cada voz quién es y cómo está mirando el mundo”. Y enseguida aporta también otra lectura, “más seria, que apela al poder infinito de la literatura, de las palabras y la imaginación juntas: es la idea de canto yo, escribo yo, cuento una historia yo y las montañas bailan; es decir, todo es absolutamente posible en tanto el que escribe y el que lee se pongan de acuerdo en ese pacto. Si lo imaginas, es: que la montaña baila o lo que sea que pase en cualquier libro”, me decía en una entrevista hace unos días.
Lo que sea. Como que hablen las nubes, los corzos, los perros, los osos, los hongos de tiernos sombreros y la gente, claro, que siempre dice cosas, y que aquí también se ama, hiere, llora. Recitan los fantasmas, dicen las brujas y los gigantes de manos grandes piden perdón. Las casas no, no hablan, pero según miren al bosque o al vacío, clavadas como peldaños de una escalera en el lomo de la tierra, completan el sentido. Uno de los personajes se las imagina –a las casas– como estrellas de una constelación, y piensa que esos pueblos son “como leche de la Vía Láctea”.
Entre tanta mitología de los Pirineos y ruidos de tormenta, de disparos y hasta de lágrimas que hacen plin, plin, me topo con algunas verdades. Como que un hermano muerto es como un fantasma, que siempre está, todos los días, en las tomateras de Mia o apoyada contra el marco de la puerta del cuarto, desde donde suele hablarme. Como el ciervo de esta historia, ella también “dormía el sueño intranquilo de los que tienen que morir” cuando le solté la mano, van a hacer pronto ya tres años.
“Me gusta escribir pensando en personas porque es como un regalo”, confiesa el fantasma de Hilari, en la montaña. Algunos fantasmas pueden ser bellísimos, adorables.
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