Matrimonio de conveniencia
La retrospectiva de Giorgio Armani en el Museo Guggenheim fuerza las relaciones entre los negocios particulares y las exhibiciones públicas.
NUEVA YORK.- Esta retrospectiva del diseñador milanés Giorgio Armani quizá no tenga la profundidad de otras excavaciones de la historia urbana del Guggenheim, pero es rutilante. Organizada por Germano Celant y Howard Koda, su pretexto habrá sido Armani, pero su verdadero tema es el autoerotismo y la generosidad perversa a que pueden llegar los ultranarcisistas. Y lo trata sin espejos.
Frank Lloyd Wright, el arquitecto que proyectó el Guggenheim, habría amado esta exposición. Se interesaba mucho por la indumentaria y hasta creó algunas prendas, para sí y para algunas de las mujeres que habitaron sus casas. El aspecto comercial de la muestra le habría preocupado poco: en Nueva York y San Francisco hay sendas evidencias de que su espiral era absolutamente compatible con la moda y el dinero.
Armani prometió una gruesa suma al Guggenheim -tal vez, hasta 15 millones de dólares- como parte de un padrinazgo global compartido (esto es, las donaciones pueden destinarse a proyectos del Guggenheim en cualquier lugar del mundo). Se ha especulado si esta muestra dependió del apoyo financiero del diseñador. El museo lo negó. Tal arreglo plantea graves interrogantes de ética institucional.
La mayor afinidad entre Wright y Armani está en que la espiral del Guggenheim y la moda son signos de vida. No recuerdo otra muestra del Guggenheim dedicada por entero a la forma humana, al menos, simulada en maniquíes. Armani presenta una versión invertida de una clase de vida: en vez del cuerpo desnudo, sólo ofrece su ropaje. Los maniquíes se reducen al contorno de las prendas. Parecen mujeres invisibles, dispuestas en grupos en los entrepaños estructurales del edificio, módulos espaciales de proporciones similares a las de los escaparates. La presentación recuerda la estrecha relación entre moda y surrealismo que floreció en la Nueva York de los años 40.
Desde la primera vuelta de la espiral hasta una de las últimas, se enrosca, en forma casi continua, una tira de lienzo blanco para escenografías. A través de ella, resplandece la iluminación de A.J. Weissbard. Amortiguaron la luz cenital y bloquearon, con tabiques temporarios, las luces de la rampa de Wright. Pintaron los muros en gris topo, el color del lodo volcánico. Cubrieron los pisos con alfombra gris, salvo en el último nivel, donde es negra. Un collage de sonidos religiosos y exóticos, creado por Michael Galasso, amplifica el ambiente oriental. La imagen estereotipada del estilo Armani es andrógina, monocroma, uniforme y fluida. La exposición no sigue un orden cronológico, sino temático. El efecto de tiempo detenido deriva del equilibrio que mantiene Armani entre tema y variación. El tema es su concepto de las proporciones ideales del cuerpo: el de Vitruvio actualizado por da Vinci. Esta imagen corporal es fija, eterna y universal. La indumentaria deportiva masculina, en particular una chaqueta de cuero acolchado, me recordó los tiempos en que tomé conciencia de la moda y solía fantasear sobre las fotos de l´Uomo Vogue. Ahora, a los 52 años, podría guardar luto por una fantasía que nunca perseguí. Respecto de la cuestión de la androginia, me sorprendió la notable especificidad genérica de las prendas de Armani. Hacia el final de la espiral, los modelos masculinos van raleando hasta desaparecer. Se extrañan. El contraste entre los sexos ayuda a mantener centrada la atención.
Ver un diseño para Ricky Martin que no muestre el ombligo es tan raro como ver un ídolo sin un rubí en su tercer ojo. Al otro lado, la colección primavera-verano 2000. Más vale dejarla para los críticos de modas. El ambiente se parece demasiado al de una boutique.
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