Menos sinceridad es más
Hace unos años conocí a una mujer que siempre se jacta de ser sincera. Cada vez que la encuentro. La primera vez que la vi yo no tenía ni siquiera 28, todavía estudiaba en la facultad y recién había llegado a la ciudad desde el barrio del conurbano que había dejado, pero al que regresaba cada fin de semana porque quería, porque no pensaba que hubiera otra opción y porque no tenía lavarropas, así que debía limpiar lo sucio en la casa de mis padres.
Nos presentó una amiga en común y desde entonces solemos compartir encuentros o cumpleaños en los que yo reconozco su sinceridad. A veces incluso se la reconozco a ella. Resulta reconfortante. Tiene una libertad para pensar las cosas, lanzar las frases, hacer un gesto con el rostro, como si pudiera desconectar el cable que une lo que piensa con lo que conviene decir, lo adecuado.
Ella tiene una idea y la expresa; seguro es de esas personas que al cocinar un huevo frito lo rompe directo sobre la sartén con aceite, qué engreída. (Yo no, yo primero abro el huevo en un vaso, porque me da miedo que esté podrido, tenga un gusano dentro, quién sabe). Por eso la admiro. Esa barrera que a ella le falta y que le permite no hacerse tantas preguntas antes de abrir la boca yo la tengo cada día más alta, como si un tren pasara tras otro o, peor aún, como si solo pasara un único tren, eterno.
Sin embargo, solemos discutir. Hay días, pocos, en que lo hacemos cara a cara y otros en que, porque yo no soy como ella, el entredicho sucede en mi cabeza. Estoy en el colectivo, en la sala de espera de mi médica, caminando por la calle y me doy cuenta de que no me gustó lo que dijo, de que no entiendo con qué objetivo lo hizo (¿será que es mala?) y me frustro porque debería habérselo hecho notar pero no tuve el coraje (¿será que me da miedo su sinceridad?).
Por ejemplo, hace unas semanas, cuando nos juntamos con amigas y antes de terminar de saludar le dijo a una que tenía puestos unos pantalones horribles. No hablé porque no me atreví pero la escena me quedó dando vueltas. Pienso mientras escribo: si una persona decide vestirse con determinadas prendas es porque eligió hacerlo, porque le gusta. Entonces, ¿esa sinceridad de qué sirve? Si nadie le consultó, ¿por qué habló? En ese momento solo consiguió que nos sintiéramos incómodas y que cambiáramos rápido de tema. Pienso también: en tiempos de angustia como estos de pandemia (aunque ni siquiera, debería decir en todos los tiempos) cada vez que decimos algo que no tiene importancia, sobre un familiar, sobre la vida, ¿no conviene que sea positivo? No hay que negar problemas ni evitar los temas traumáticos, tristes, trágicos, pero ¿para qué decirle a una amiga que está fea?
Pienso mientras escribo que lo que yo creo es algo más o menos así: no te gusta el vestido que se puso para el casamiento, no digas nada; no te cae bien el novio pero a ella la ves feliz, no digas nada; pensás que su trabajo es una porquería pero él está contento, no digas nada; estás convencida de que ya es grande para anotarse en la facultad pero lo quiere hacer igual, no hables. ¿Hay que ir por la vida diciendo lo que uno cree?
Yo no soy una mujer valiente. Será por eso que practico la cortesía. Me obligo a ser cortés. Quizá más de lo que debiera. Cuando alguien me pregunta si le queda bien lo que sea que se puso, suelo decir que sí sin analizarlo, sin dudar digo que sí si además ese alguien no tiene opción ni modo de cambiarse. Pero no se trata de ser amable, tampoco de fingir, tiene algo de egoísmo: a mí me hace bien decir cosas lindas. Me engaño y me convenzo de que lo bello genera más belleza y así voy y así sigo, hasta que no pueda más. Pienso además mientras escribo: la sinceridad a veces tiene mucho de violencia.