Murmullos subterráneos que socavan la superficie
"Me siento raro", dice alguien, y el mejor amigo le contesta: "Es que te desnucaste". El diálogo proviene de una película con la que uno de los personajes de El grito intenta distraer a otro del hecho de que se está muriendo, aunque es también una buena síntesis de algo que predomina entre las cuatro voces que dominan la novela: una sensación de rareza, un extrañamiento ante lo que los rodea que siempre esconde algo doloroso y grave (que no por eso deja de tener su costado absurdo). Federico dice que su rareza viene de haber cumplido los treinta pero el relato demuestra que padece una alienación mucho más remota; Horacio dice que su rareza proviene del hecho de que su mujer lo dejó sin previo aviso justo un 31 de diciembre pero el relato demuestra la incapacidad de volver a apostar realmente a algo a la que quedaron condenados muchos integrantes de una generación que en los setenta apostó a una revolución frustrada; Peter dice que no soporta el sadismo que se ha apoderado de su pareja cuando en realidad él es un experto en entregarse al sadismo de cualquiera; Clara dice que se siente "rara, como caída entre vidrios" cuando en realidad se está muriendo de leucemia. Hay una diferencia, sin embargo, entre todos ellos y Clara, que es la que toma la voz en la cuarta y última de las partes en las que se divide El grito: ella es la única capaz de soportar, a la vez, la sensación de extrañeza y la conciencia del dolor que la ocasiona.
Igual que en el cuadro del pintor noruego Edvard Munch que da título a este libro, más allá y alrededor de estos personajes está la ciudad con toda su amenaza y sus desgarros: en este caso, la Buenos Aires de fines de 2001. Un fondo dificilísimo que Florencia Abbate logra abordar con enorme sutileza y acierto: la denuncia declamatoria y asertiva a la que ese tema nos tiene acostumbrados desaparece para dar lugar a un murmullo subterráneo que no por tal pierde su poder de socavarlo todo. Lo que está ahí, en la ciudad, y lo que está ahí, en el fondo de todos los que la habitan, es un grito que los moldea y los domina pero que muy pocas veces sale a la superficie. El hecho de que el personaje más lúcido de la novela, Clara, sea una escultora no es casual: ella misma le describe a ese otro personaje que trata de distraerla con diálogos de películas cómo, antes de que la enfermedad la dejara inerte, tallaba tratando de llegar a ese sonido tan recóndito. "Yo trataba de percibir la voz de una forma que grita dentro del material", dice, y en ese punto el relato se acerca a otro noruego contemporáneo a Munch, Gustav Vigeland, que no se agotó de tallar piedras hasta lograr que miremos de frente, sin atenuantes, la miseria y la amenaza que se ciernen sobre la condición humana. En El grito Florencia Abbate las trae al aquí y ahora con una prosa límpida que no por eso renuncia a la traza de poeta de la autora y con mirada despojada de clichés pero no de intensidad.
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