Literatura | Opinión. Narrar el presente
Los traumas del presente no son tabúes narrativos. La literatura puede reflexionar sobre el hoy sin por ello tener que remontarse a lo ocurrido varias décadas atrás. Al menos esa es la lección que por estos días brindan ciertos autores en lengua inglesa, enfrentados a la pesadilla del terrorismo en sus nuevas novelas. De El hombre del salto (Seix Barral), de Don DeLillo a Terrorista (Tusquets), de John Updike, pasando por The Second Plane , de Martin Amis, The Good Life , de Jay McInerney y Extremely Loud & Incredible Close , de Jonathan Safran Foer (estas tres, inéditas en español), la ficción anglosajona sugiere que las mejores aventuras narrativas están en las zonas más oscuras del presente, y que justamente allí es donde el talento, la fuerza y la lucidez de un escritor se ponen en juego.
En esa línea, tal vez el mayor ejemplo sea el neoyorquino Ken Kalfus, quien en Un trastorno propio de este país (Tusquets, de próxima distribución en la Argentina) construyó la novela más ácida sobre el horror del 11 de septiembre. Su historia es la siguiente: Joyce y Marshall, una pareja en vías de divorcio, estuvieron al borde de la muerte durante el atentado contra las Torres Gemelas. Marshall escapó del derrumbe de una de las torres, Joyce perdió uno de los vuelos secuestrados. Y a los dos les encanta la posibilidad de que su ex haya desaparecido de una vez y para siempre detrás de una cortina de polvo. El problema es que la realidad no hace regalos, y enseguida vuelven a encontrarse en su casa, para mantener una rutina de odio que ni siquiera el impacto de una catástrofe consigue amortiguar.
Con la mirada puesta en la literatura argentina actual, el rigor y la valentía que palpitan en los libros de Amis, DeLillo, Updike y Kalfus arrojan la sombra de una duda. Los últimos libros de algunos de nuestros mejores narradores -Kohan, Pauls, Caparrós, entre otros- ponen la lupa, reiteradamente y con genuino interés, sobre los años setenta, en un gesto que podría explicarse por las dificultades concretas que durante mucho tiempo imposibilitaron la reflexión sobre los enigmas de esa época. Dicho eso, y a sabiendas de que por supuesto cada uno escribe lo que quiere y sobre lo que desea, tal vez valga la pena preguntarse si el activo compromiso con lo sucedido hace treinta años no termina por convertirse en una manera de evitar el compromiso con lo que ocurre hoy. O, también, con la durísima crisis de 2001, apenas tratada por unos pocos escritores nacionales. Los desafíos -históricos, sociales, científicos, políticos- que plantean la década del 70 y el siglo XXI son muy distintos, y dejar la literatura estacionada en una época podría significar que no arranque en la otra. ¿No se habrá hecho de los años 70 un nuevo escapismo, que deja la conciencia tranquila del lector y el autor, pero a miles de años luz de la imprescindible mirada sobre la contemporaneidad?
Quizás Amis, DeLillo, Updike o Kalfus y McInerney ayuden a crear esa respuesta. En la literatura argentina, por ahora, hay que sentarse a esperar.
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