No es mucho pedir
Para llegar a Villa Ruiz hay un número de posibles caminos. El domingo, fuimos a visitar a unos queridos amigos que viven allí y usamos, claro, Google Maps. Fiel a su estilo, la inteligencia artificial eligió la ruta más corta, que incluía, al final, seis kilómetros por un camino de tierra. No encontramos en este trámite mayores inconvenientes, excepto, si me lo preguntan, que ese camino debería estar asfaltado y correctamente señalizado. Por si nadie lo tomó en consideración, es una de las razones por las que pagamos impuestos.
Pero no fue el único traspié. Tan pronto nos alejamos un poco de la ruta 8, la señal de celular desapareció. Por fortuna, seguíamos teniendo cobertura de GPS (porque es satelital) y la app conservaba la ruta trazada al salir de casa. De modo que, un poco a los tumbos, llegamos en unos 15 minutos. Lo peor estaba por venir, sin embargo.
Luego de un tarde agradable, y cuando el sol empezaba a caer, nos dispusimos a regresar. Ahí tomamos la primera decisión equivocada. Como el dichoso camino de tierra le evita a los habitantes de la zona un extenso desvío y a nosotros nos ahorraba kilómetros de autopistas que un domingo soleado estarían, a esas horas, colapsadas, resolvimos volver por donde habíamos venido.
No tomamos en cuenta que la app ya había olvidado la ruta que nos había traído hasta Villa Ruiz, y, sin conexión ninguna, fuimos lanzados de nuevo al mundo de los mapas de papel. Solo que no teníamos ningún mapa de papel.
El sol estaba ya bajo sobre el horizonte, y mi vista no es demasiado buena de noche; así que quería salir de la huella antes de que oscureciera. Veníamos bien, hasta que llegamos a un cruce de caminos donde, según recordábamos, había que doblar a la izquierda. Pero la app mostraba que la dirección por la que veníamos llevaba directo a la ruta 8. Ahí tomamos la segunda mala decisión de la tarde, y seguimos adelante.
Luego de un buen rato, terminamos en una especie de escenario distópico, circulando a paso de hombre por lo que parecían ser los restos de una colectora abandonada y en un estado catastrófico. La recorrimos zigzagueando hasta donde, como toda colectora, debía unirse a la autopista. Pero no. Terminaba en un pastizal intransitable. Fuimos hasta el otro extremo. Tampoco ahí había salida. Junto a la ruta se erguían unas estructuras enormes, sin ninguna valla ni perímetro, y supusimos que por allí habría una salida al asfalto. Entramos (sí, perdón, fuimos nosotros), pero tampoco. Llegó un momento en que estábamos a veinte metros de la ruta, pero la cuneta nos hacía imposible (más allá de que habría sido una maniobra arriesgada) salir de nuestro inquietante laberinto.
Con el sol ocultándose, tomamos la decisión menos imprudente y volvimos sobre nuestros pasos, doblamos en ese desvío que antes habíamos pasado por alto, y, cuarenta minutos después de haber salido de la casa de nuestros amigos nos subimos a la ruta 8, justo cuando anochecía.
Algo no me cerraba, sin embargo. Dos muchachos de a caballo nos habían dicho que sí había una salida ahí donde no habíamos encontrado ninguna. Nos cruzamos con varios vehículos y les dijimos que por ese lado no había acceso a la ruta, y eso era lo que más me preocupaba, el haber informado mal a esas personas. Gajes del oficio.
Más tarde, cuando volvimos al siglo XXI y me senté en mi computadora, busqué en Maps y encontré que, en efecto, escondido cerca de una gran fábrica y una escuela hay un delgado sendero, también de tierra, que conecta con la ruta 8. Lógicamente, concentrados en no destrozar el auto en esa colectora deshecha mientras caída la noche, nunca lo advertimos.
Esta pequeña, casi insignificante aventura terminó bien. Ahora, ya que no tenemos caminos internos asfaltados, ya que esa colectora era una trampa mortal y ya que la salida era difícil de ver, les doy una idea que se me ocurrió en esos minutos de zozobra: una tabla de madera y un poco de pintura. Un cartel hecho a mano, aunque sea. Salida Ruta 8. No es mucho pedir.