Odiosas comparaciones: ¿shoppings sí, museos no?
El manejo de la prudencia y la absoluta prioridad puesta en la salud no deberían ser materia de discusión para nadie en la carrera por las reaperturas. No parece tampoco serlo, pero valga la aclaración. En la ciudad de Buenos Aires, con el virus circulando, se puede tomar café, almorzar o cenar en las veredas y los patios de los bares, se puede ir de shopping, hacer gimnasia en la plaza y asistir a un "autoevento", pero no es posible todavía, con siete meses de cuarentena, sacar un espectáculo a la vía pública, visitar un museo o tomar una clase de danza. ¡Qué odiosas son las comparaciones! Escuchaba hace unos días en un "vivo de Instagram", formato que proliferó en pandemia, a la directora del teatro más importante de Chile que hacía un llamado a sincerarse: "Si nos importa más la terraza del restaurante que la sala de teatro digámoslo y punto". A más de un oyente puede haber incomodado la invitación.
Es verdad, los términos no son tan absolutos ni las equivalencias tan directas. Pero hay algunas varas que permiten medir la coherencia en la toma de decisiones. Una podría ser: no tendría que haber shoppings sin museos. Si en ambos casos se trata de espacios de considerables dimensiones, bajo techo, con gran afluencia de público, pero que circula y se renueva, ¿por qué unos sí y otros no? En radiopasillo suena que los museos serán "lo que sigue", que tienen que entrar en los "próximos anuncios".
Algunas de estas analogías –como las que con sobradas suspicacias despertó la reapertura de los albergues transitorios– pueden incomodar a funcionarios de diferentes carteras, aunque probablemente provoquen más a artistas, productores y consumidores de manifestaciones culturales de las más variadas.
En lugares muy distintos de este mismo mundo enfermo para todos, desde Uruguay hasta Inglaterra, España o Alemania –países donde la pandemia se ha podido controlar desde el comienzo, como en el primer caso, o ha sido cruda y ahora atraviesa un rebrote, como en los segundos– un espíritu a favor de las aperturas llevó, por ejemplo, a que los bailarines de las compañías oficiales trabajen en "burbujas" (grupos muy chicos, aislados del resto) y presenten espectáculos con aforos reducidos o al aire libre, amparados por gobiernos que agitan la bandera de la "cultura segura". En nuestro Teatro Colón, por ejemplo, no han ido más allá de las clases por zoom, la actividad dentro de los límites de la virtualidad y streamings de funciones de archivo –afortunadamente las hay de gran nivel–, aunque la magnífica y muy amplia plaza del Vaticano podría ser pensada como escenario de un programa para solos, tríos o quintetos y espectadores a dos metros de distancia.
La modalidad virtual fue todo un descubrimiento y también una gran salida para este sector que sufre la crisis gravemente: a esta altura todos la imaginan como una segunda lengua. Después de las galerías de arte con turno, el streaming en vivo, los autoeventos, las librerías y la vuelta de los rodajes de cine y tv, en la cultura presencial la "nueva normalidad" todavía se hace esperar.