Poesía dibujada, materia esencial
Cuatro décadas de sumar talento en la retrospectiva de Fermín Eguía, en el Centro Recoleta; Jorge Gamarra y sus talismanes para dejar volar la mente, en el MNBA
Todos los grandes escritores quisieran ser poetas, pero la poesía es un arte tan difícil que la mayoría debe resignarse a la mera narración. En las artes visuales sucede algo parecido. Sólo los más grandes artistas son capaces de brillar en esa poesía de la imagen que sólo se puede vislumbrar en el pequeño formato: la densidad de lo intenso se condensa en los dibujos de Leonardo, en las aguadas de Watteau, en las acuarelas de Klee. Es la misma densidad poética que recorre toda la obra de ese genio de lo mínimo que es Fermín Eguía.
La magnífica retrospectiva, que abarca las cuatro décadas del silencioso trabajo de Eguía, permite apreciar en conjunto una de las obras más exquisitas que se produjeron en nuestro medio. Después de mucho tiempo se exhibe su poco conocida obra juvenil (signada aún por la influencia de Aída Carballo).
La muestra recorre distintos períodos y temáticas, desde sus serigrafías y acuarelas dedicadas a la vida en las islas de Tigre hasta las imágenes eróticas, pasando por monstruos, "nariguiles", objetos animados y otros personajes que conforman su iconografía mitológica.
Artista cultísimo y lector intempestivo, produce una obra en la que el humor es un componente central. Eguía dibuja, con rasgo irónico o satírico, el torbellino trágico en el que se abisma el secreto de lo cotidiano. En sus cuadros los objetos tienen vida propia y aspecto humanoide. Esas narices que pueblan tantas telas terminan convirtiendo lo personal en algo anónimo (la nariz no tiene rostro).
El singular universo visual de Eguía ha fascinado a los escritores (David Viñas y Ricardo Piglia han escrito sobre él) quizá porque pinta lo que ningún escritor pudo reproducir jamás y se mantiene como un deseo secreto: el mundo del sueño (sin caer en las trampas literarias del surrealismo "onírico"). En sus obras, en medio de la cotidianidad más vulgar, anida el misterio. En cada acuarela de Eguía se anuncia una revelación que nunca tiene lugar.
El diálogo con la obra de los grandes artistas del pasado (Velázquez, Delacroix, Schiaffino o Sívori, entre otros) es constante, explícito y tan personal como un capricho. Para Eguía pintar es, antes que nada, entrar en contacto con el mundo de la pintura (y desde allí, con el "mundo", eso que está fuera de la pintura, sea eso lo que fuere). Sus homenajes o citas no son mera erudición ni tampoco pleitesía: para Eguía no parece haber más originalidad que la que surge de manifestar las preferencias.
De todas las series se destaca la dedicada al Tigre. Con una maestría que no tiene nada que envidiar a Turner (capaz de producir una luz que es más grande y más misteriosa, más sabia y más antigua que cualquier luz que pueda verse en el mundo que llamamos real) y con la sutileza brutal de los grandes maestros japoneses de la estampa, Eguía ha logrado plasmar paisajes perfectos: paisajes de la mente.
En ese mundo mental (no casualmente es un mundo "isleño", aislado del mundo) todo se transforma en todo (pero con extrema sutileza): un pez en follaje, un río en pez, una lancha en casa, un monstruo en persona y la persona en monstruo que ríe del pez que quiere cazar el ave que sobrevuela el río de la memoria. Se trata del cauce de los delirios. Es el resplandor del ocaso. El momento en que el mundo parece querer decirnos algo y calla para siempre.
La muestra se acompaña por un excelente y accesible catálogo, con textos de Laura Malosetti Costa y editado por quien fue uno de los principales galeristas de su obra: Gabriel Levinas.
(Centro Cultural Recoleta, Sala C, Junín 1930.)
Jorge Gamarra
En la obra de Jorge Gamarra (especialmente en sus trabajos más abstractos) lo mental se hace materia. O quizá sea al revés (lo que, de alguna manera extraña, es lo mismo): la materia se intelectualiza. Esa relación entre mente y materia (o entre el material y la idea) no es del orden discursivo. En última instancia, las esculturas comunican de una manera callada. Son talismanes para dejar volar la mente.
Cada obra de Gamarra surge de un planteo formal. La forma es determinante, hasta tal punto que el contenido de las obras se resume en la expresión misma, sin apelar a la narración.
A través de diversas piedras, maderas y metales, Gamarra construye un mundo de formas esenciales. Sus esculturas terminan cuestionando o problematizando los materiales de los cuales están hechas: por ejemplo, en Cilindro Mineral, un granito de 2004 (ver foto), o en Torsión, un granito de 2003. En ambos casos, la piedra está tallada de tal forma que semeja un metal retorcido o un tubo. Ni la piedra ni el metal ni la madera sueñan con ninguna historia. Hay en su hacer un ascetismo radical. Un regodeo de la austeridad.
(Museo Nacional de Bellas Artes, Av. del Libertador 1473.)