Profeta en su tierra
Después de haber viajado y triunfado por el mundo, el mendocino Eduardo Hoffmann cumplió un sueño de volver a su tierra con una muestra en las salas del Museo Killka, en Tunuyán, que reúne trabajos de los últimos dos años
Es como volver al viejo amor. Hoffmann ha reunido en el Museo Killka de Mendoza, con la curaduría de Sara García Uriburu, obras recientes, telas enormes, texturas sensuales y citas de obras maestras del arte universal resignificadas por el artista.
Regresar a Killka siempre es una fiesta, por la arquitectura espléndida que Eliana Bórmida imaginó en el piedemonte del Tunuyán para albergar una importante colección de arte argentino y por el paisaje en el que la naturaleza achaparrada anticipa la soberbia vista de los cerros nevados.
Para Eduardo Hoffmann la fiesta es doble, porque es mendocino, se formó en la escuela de arte local y conoció su primer idilio con la fama cuando a los veinte años ganó el premio de pintura en el Salón Vendimia. Una obra suya integra la colección del Museo Fader y hay dos trabajos en la selección de Killka, que cuenta con piezas de Polesello, Minujín, Gamarra, Schvartz, Macció, Uriburu, Demirjián, Gorriarena, Benguria, y, por cierto, de Carlos Alonso, mendocino de ley, representado por una reposera azul cobalto que en su impasible quietud narrativa dice mucho más que mil palabras.
De saco a cuadros, con sombrero de paja, Eduardo H. se pasea por el Museo Killka. Es un día de sol radiante, tan seco como lo exige el vino que brota del arenal. Antes de la apertura oficial, Hoffmann dirá a quien quiera oírlo que "siempre quiso exponer en este lugar", y el deseo se ha hecho realidad con un conjunto de obras que dialogan maravillosamente con los amplios espacios proyectados por la arquitecta Bórmida, donde el privilegio de las vistas se completa con gratos recintos de materiales nobles y austeridad cromática. Enviados especiales se titula la exposición, por aquello del periodista que va al lugar de los hechos y es el narador in situ de una crónica colorida.
Hoffmann es por momentos un enviado especial al Museo del Prado, de donde rescata a la Maja desnuda , de Goya, para vestirla, y al capitán flamenco de la rendición de Breda velazquiana para sublevarlo y, en lugar de entregar sumiso las llaves de la ciudad, clavar en las entrañas de su adversario una daga que le costará la vida, señal de que se cumple aquello de vencedores y vencidos. El procedimiento -como en una animación- está logrado con alteraciones mínimas en cuadro sobre cuadro aplicadas en una placa de acrílico. Es la materia expresiva de un obsesivo del detalle, un artesano del instante.
Que Eduardo Hoffmann haya nacido y estudiado en Mendoza no es un dato menor. Ha viajado y triunfado por el mundo (ver recuadro), y esta muestra es la oportunidad de regresar a Mendoza. Las pinturas, las citas, las tintas chinas se alternan en un conjunto armónico, provocativo, como sucede en los gigantescos abanicos en reproducción infinita de la imagen -convertida en un icono- de la pipa de Magritte o las lanzas de Velázquez (ver foto arriba). Alquimias creativas en la manera de preparar las telas, pero también en las esferas de aluminio calado y policromado, un nuevo cosmos como un móvil reducido a un plano que en cualquier momento, por un inesperado mecanismo, podría entrar en movimiento.
Hoffmann pertenece a esa raza de artistas que escapa a la uniformidad, busca aventurarse en nuevas experiencias sin medir riesgos. Como un enviado especial en el frente de batalla.
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FICHA. Enviados especiales