Dibujar para encontrarse. Delinear un cuerpo nuevo para reconocerse pese a los cambios que le imprimen los años. Dar batalla a un dolor recurrente a punta de lápiz. En la línea de una rodilla aceptar esa realidad punzante. Eso hizo Guillermo Roux en los últimos años: dibujó más de mil páginas en sus cuadernos de bocetos, esos que caben bien entre sus manos y que puede llevar a la cama, a la silla o a donde sea que se encuentre.
En el silencio de la noche, cuando la oscuridad nos deja más solos, el artista se planta desnudo frente al espejo. La urgencia del dibujo como una forma de vida, una manera de entender el mundo y sobrevivir en él, se tradujo en trazos deslumbrantes y prodigiosos, como toda su obra, pero también profundamente revolucionarios en su producción. Maestro de la acuarela, capaz de lograr milagros con esa agua colorida, de pronto se vio llevado por la necesidad al pequeño formato y de regreso a la tinta, como en sus primeros tiempos de dibujante e historietista. La birome se convirtió en aliada para mitigar temblores de la edad –este año festejó los 89–, y una compañera muy práctica, casi como el lápiz.
Los temas también son ejemplo de esa asombrosa capacidad para reinventarse, para no repetir las fórmulas seguras, sino aventurarse en lo más profundo y auténtico de sí mismo. Roux es sincero y frontal en esta última serie y se permite ser oscuro, grotesco, impertinente, obsceno, disparatado… ha librado todas sus fantasías y temores: los soltó en sus libretas.
El que pasó fue un gran año para él: presentó una exposición, un libro y una película, donde por fin pudo compartir todo lo que en los últimos años vino desarrollando en silencio. Recorrer su exposición Diario Gráfico, curada por Cecilia Medina en abril en el Museo Nacional de Bellas Artes, fue un impacto fuerte porque hablaba de una vejez atrevida, en el buen sentido. Una audacia de sentir y expresarse, un deseo genuino de comunicarse con el otro. En esas páginas sueltas, dispuestas en el muro blanco del museo, hay una búsqueda de entendimiento con el aquí y ahora más inmediato –lo inspiran los programas de variedades de la televisión lo mismo que las páginas del diario–. Roux es un joven de casi 90 años aprendiendo a ver un mundo nuevo, porque él es otro, diferente del que fue hasta hace poco, cuando todavía se paraba en sus dos pies y era capaz de proezas como el mural que dejó instalado a sus 80 años en la Legislatura de Santa Fe. Bueno, los murales también pueden hacerse sentados: así se lo ve rodando con su silla por el fondo de una pileta, empuñando pinceles-arpones en el film de Martín Serra, El día que adornemos un río.
En este desnudarse de todo lo aprendido, en este exorcismo de miedos y alegrías, Roux es libre. No le teme a exponerse. Por eso tampoco rehuyó de preguntas difíciles y contó su vida entera en el libro que hicimos juntos, Guillermo Roux en sus propias palabras. Ya casi no hay secretos que guardar. Lo mismo que en el dibujo, en la mirada de los otros podemos reconocernos. Es el reflejo de uno en los ojos del otro donde podemos vernos tal cual somos. A eso nos alienta su despreocupada valentía.