Tenemos paz, tenemos todo
De todos los tesoros del mundo, el más valioso suele ser el que tenemos delante de las narices y, aun así, no vemos. La Argentina tiene niveles de pobreza escalofriantes, cierto. A unos pocos kilómetros de la capital de la Nación faltan el agua potable, las cloacas y los caminos pavimentados. Más allá, en su extensión formidable de riquezas ingentes –la mayor parte, todavía inexplorada–, millones de ciudadanos conviven con infraestructuras paupérrimas que conducen a inequidades obscenas. Los impuestos son regresivos, delirantes, abusivos y, como consecuencia lógica e inevitable, la economía marginal está cerca de ser la mitad de toda la economía. Una burrada, dicho técnicamente.
La Argentina no tiene, hablando mal y pronto y sin entrar en los deliciosos circunloquios a los que nos tiene acostumbrados la dirigencia y que en buen criollo se denominan gatopardismo, no tiene, la Argentina, una moneda. A fuerza de defraudaciones, estafas estatales, corralitos y corralones, decisiones irresponsables, reglas eternamente transitorias y esa dulce, cómoda y persistente cultura de que ganar plata es una inmoralidad, nadie confía en el peso. El peso es más parecido a un pagaré que a una moneda.
Es un país despoblado –octavo por superficie, después de India, pero con solo 45 millones de habitantes– en el que, sin embargo, cuesta exportar. Aritméticamente grotesco. La corrupción es tanta y tan soez que ya mueva a risa. Consecuencia del secuestro faccioso de nuestro dinero (por medio de eso que, cínicamente, llaman cajas) y del desvío, el cohecho y no sé cuántos mecanismos más, al país le falta plata. Por lo tanto, todo está un poco resquebrajado, desde las escuelas hasta los hospitales y los trenes. De nuevo, ni hablar de la Argentina profunda, que sufre todo esto en mayor medida y, para colmo, con tributos más altos.
Cuando era chico (y eso no fue hace cuatro siglos), me quedaba jugando en la vereda hasta bien entrada la noche. A las puertas no solo no se les echaba llave, sino que ni siquiera se cerraban. Quedaban abiertas de par en par. El narco y las mafias no había colonizado distritos enteros y la movilidad social ascendente era la regla, en gran medida gracias a una de nuestras joyas más preciosas, la universidad pública. Mi abuelo Torres llegó analfabeto al país, huyendo del hambre y de la guerra, y sus nieto, a los 15 años, leían latín y francés de corrido. Y después dicen que el mérito es un invento de las clases dominantes.
Hoy la inseguridad es la espada de Damocles del decente. La causas son múltiples, estoy seguro, pero la corrupción está detrás de esta otra infección que ya parece incurable (no lo es, pero lo parece, y eso es malo por sí, porque desesperanza).
Podría también mencionar la inflación, que sería una burla insultante, si no fuera tan destructiva para la prosperidad, sobre todo entre quienes más la tienen que remar. Podría mencionar la grieta y una clase política incalificable (salvo honrosas excepciones), con niveles de rosca que serían inaceptables incluso en un consorcio malavenido. Podría mencionar la pobreza imperdonable. Podría mencionar mil cosas más.
Pero en la Argentina tenemos paz. La barbarie desatada por Rusia en Ucrania vuelve a poner en foco (y este texto intenta que lo veamos) uno de nuestros tesoros más valiosos, uno que no advertimos, que el voceador de consignas retuerce con sofismas de cotillón, que damos por sentado. Se llama paz. Cualquiera que haya conocido la guerra de primera mano sabe que la paz es todo. No hay nada que se compare con el hecho de que no bombardeen tu barrio, que no tengas que dejar todo atrás y huir a hurtadillas con tus hijos para recalar en un campo de refugiados (si tenés suerte), que no debas ver los muertos amontonarse en las calles o no necesites tomar la decisión de quedarte a morir por tu tierra invadida.
Nada bueno hay en la guerra. Nada puede crecer sin paz. Nos sobran problemas en nuestra patria. Pero tenemos paz. Tenemos todo.