Narrativa extranjera. Un depósito de epifanías
En Sauce ciego, mujer dormida, una colección de cuentos, el japonés Haruki Murakami dilapida la inconmensurable sinergia de sus mejores novelas y se extravía en la complacencia de un asombro alicaído
De la Redacción de LA NACION
Sauce ciego, mujer dormida
Por Haruki Murakami
Tusquets/Trad.: Lourdes Porta/388 páginas/$ 49
Los escritores que practican ambas formas narrativas acuden por lo general a las metáforas para explicar en qué se distingue la escritura de novelas y la de cuentos. La conocida analogía de Julio Cortázar (los cuentos son a la novela lo que la fotografía al cine) encuentra en el prólogo a Sauce ciego, mujer dormida , de Haruki Murakami (Kioto, 1949), una pálida encarnación: "Si escribir novelas es como plantar un bosque -subraya el narrador japonés-, entonces escribir cuentos se parece más a plantar un jardín. Los dos procesos se complementan y crean un paisaje completo que atesoro".
Más allá de su insuficiencia, la comparación revela la informalidad con que Murakami enfrenta los desafíos de lo breve. Una colección de relatos es apenas "una especie de laboratorio experimental" del novelista. "En la mayoría de los casos -sugiere- es como la improvisación en el jazz, y el argumento me lleva a donde este le plazca. Y otra cosa buena es que en el caso de los cuentos no tienes que preocuparte por el fracaso. Si la idea no sale como esperabas, te encoges de hombros y te dices que no todas pueden salir bien."
Con esas premisas, que destacan la gratificación personal y dejan entrever las vacaciones entre novela y novela, el jardín en cuestión puede poblarse de desconocidas y fulminantes plantas carnívoras (si el genio del autor lo lleva a territorios nuevos) o terminar como jardín botánico de aspecto desastrado. En Sauce ciego, mujer dormida , una colección de 24 relatos, sucede lo segundo. En tal o cual parterre se divisa alguna floración luminosa, pero la visión de conjunto muestra hasta qué punto la desgana o la confianza en sí mismo del encargado dejaron que creciera la hojarasca. De hecho, este libro de Murakami, recopilación preparada para el mercado anglosajón, no parece tanto un jardín de espacios abiertos como un garaje en el que se han estacionado ciertos cómodos vehículos, compactos, de color metalizado que, con la etiqueta "cuento" en el parabrisas, podrán circular a velocidad uniforme, sin trabas, por la autopista de la literatura internacional.
El volumen, sin respetar mayormente órdenes cronológicos o temáticos, reúne textos de distintas etapas de la carrera del escritor: muchos se remontan a 1983 y los últimos cinco, que en Japón fueron publicados como Cuentos extraños de Tokio , son de 2005. Esta heterogeneidad, y la evidencia de que algunos de los cuentos incluidos no rebasan la condición de meros divertimentos, crea un notorio contraste con la potencia de una obra como Crónica del pájaro que da cuerda al mundo , la mejor de las que escribió Murakami. En las ficciones de largo aliento, la inclusión de núcleos narrativos autónomos termina por crear enigmáticos y ominosos remolinos que se emparientan con los acertijos insolubles de Thomas Pynchon o David Lynch. En Sauce ciego, mujer dormida , en la indefensión del relato, en cambio, esos núcleos desembocan en modestas epifanías que dilapidan aquella sinergia.
La mejor prueba de esta oposición la ofrece, en un descuido, el propio Murakami. Uno de los cuentos, "La luciérnaga", encontró su lugar en Tokio Blues , y otro, "Los gatos antropófagos", dio origen a Sputnik, mi amor . En solitario, al perder el papel satelital que cumplían en aquellas novelas, devienen relatos insustanciales.
Debido a la idea vicaria que el escritor japonés tiene del arte del relato, Sauce ciego, mujer dormida se limita a funcionar como cámara de ecos de la poética desarrollada en sus novelas. Aquí, como en aquellas, las personas pueden desaparecer misteriosamente, como si se las hubiera tragado alguno de los agujeros negros que pueblan la realidad; el azar, proliferar al calor de su lógica aleatoria; los animales, poseer talentos humanoides; los amores, no encontrar correspondencia ni solución, y el sexo, revelar un cúmulo de taras generacionales.
Cuentos como "La tragedia de la mina de carbón de Nueva York" o "Un día perfecto para los canguros", por ejemplo, confirman la obsesión del autor por los zoológicos. Pero basta comparar sus tramas con los fusilamientos de bestias durante la Segunda Guerra Mundial en un establecimiento manchuriano (como ocurre en una de sus novelas) para que pierdan cualquier espesor. Otros, como "Somorgujo" (una variación irónica de "Ante la ley", de Kafka) o "El hombre de hielo" (una mujer se casa con un hombre de hielo y viajan al Polo Sur) juegan, de manera superficial, con la indeterminación y sus posibilidades alegóricas.
"La chica del cumpleaños" (un misterioso anciano le propone a la empleada de un restaurante que pida un deseo y nunca sabremos si se cumplió o no) y "Náusea, 1979" (un hombre que tiene la inclinación de acostarse con las mujeres de sus amigos sufre continuos accesos de arcadas y comienza a ser perseguido por una voz en el teléfono) titilan con sus ambiguas luces de neón y cumplen, a su manera, con aquello que Isak Dinesen consideraba la misión de la forma breve: "Cuando el narrador es fiel, eterna e inquebrantablemente fiel a la historia, al final es el silencio quien habla".
En "Folclore de nuestra generación: prehistoria del estadio avanzado del capitalismo", en cambio, Murakami desglosa el malestar de una generación -la suya- que creció en años turbulentos y se abocó al conformismo. "En la década de los sesenta, sin duda, ocurrió algo especial -anota el narrador-. Lo pienso ahora al mirar hacia atrás, y también lo creía entonces, cuando estaba inmerso en aquel torbellino. Que aquella época fue excepcional. Pero si la conversación deriva hacia la cuestión de si aquella época excepcional nos contagió con su fulgor a nosotros -es decir, a nuestra generación-, entonces, personalmente, no puedo evitar inclinar la cabeza en un gesto dubitativo." Los últimos cinco relatos, los más cercanos en el tiempo, tienen mayor elaboración y uno de ellos ("En cualquier lugar donde parezca que esto pueda hallarse"), con su narrador ingenuo, esboza una formulación original ausente en el resto de los relatos.
Las tramas -como ocurre en el resto de la narrativa de Murakami- se ven acribilladas por una serie de alusiones a la cultura popular occidental y a sus íconos. El jazz , las referencias a actores o directores de cine, las grandes marcas italianas encuentran un lugar tan visible que resulta provocativo. Esa saturación, sin embargo, ese posmoderno paisaje decorativo, no funciona aquí como contrapunto al indescifrable y enigmático comportamiento de los personajes. En Sauce ciego, mujer dormida predomina un alicaído realismo mágico, de cuño posindustrial. Es la consecuencia de considerar que el placer de un escritor se transmite, sin mediaciones, a través de una ósmosis milagrosa llamada complicidad.
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