Un voyeur extraordinario
LA TORRE EIFFEL. TEXTOS SOBRE LA IMAGEN Por Roland Barthes-(Paidós)-186 páginas-($15)
Algún día se tendrá que hacer justicia con la amplísima obra de Roland Barthes, hoy en día sepultada bajo la pesada losa de un rótulo academicista, el llamado "estructuralismo", rótulo demasiado estrecho para su escritura. Algún día será reconocido este pensador brillantísimo no sólo como uno de los autores mayores y más originales de las ciencias humanas del siglo xx sino además como un escritor formidable, el gran renovador de la prosa ensayística de nuestro tiempo, el creador de un nuevo género literario.
Podemos disfrutar del mejor Barthes con esta oportuna y eficaz traducción de algunas de sus piezas que, sorprendentemente, habían quedado fuera de los sucesivos volúmenes que reúnen sus obras completas y que, poco a poco, ha ido publicando Paidós. La Torre Eiffel es una compilación que reúne textos escritos entre 1943 y 1980, y dedicados a los muchos terrenos en que Barthes desarrolló su fecunda actividad intelectual.Quienes fruncen el ceño cuando se les recuerda la contribución de los estructuralistas franceses a la filosofía contemporánea, bien podrían echar un vistazo a este libro de misceláneas y, de paso, aprender a escribir.
El eje de la compilación es la imagen, cuestión que unifica unas piezas que de otro modo habrían quedado desordenadas, en la medida en que fueron concebidas para ocasiones singulares y en épocas distintas. Barthes escribe acerca de la imagen, de las innumerables dimensiones que ésta adopta en la cultura contemporánea. Y para abordar el tema, los ensayos repiten el mismo patrón: tratándose de imágenes lo fundamental es saber mirarlas. En un sentido muy preciso, la virtud de Barthes es la de ser un voyeur extraordinario. Así lo demuestra en cada uno de los escritos de este volumen donde se encuentran críticas cinematográficas (Bresson, Chabrol), de pinturas (una dedicada a los rascacielos de Bouffet y otra merecida descalificación del optimismo vitalista de Matisse), pequeños ensayos sobre el signo y sobre la cultura pop , el texto de algún catálogo (Steinberg), notas sobre fotografía (Avedon), precisiones varias que sirven para despejar algunos tópicos consagrados sobre la llamada "cultura de la imagen", contribuciones al análisis icónico y a la comprensión de la escritura en relación con la imagen, sin olvidar un pequeño homenaje a Antonioni y un autorizado tirón de orejas a Pier-Paolo Pasolini, tras el estreno de Sal˜ , la última película de su filmografía. Finalmente, el volumen incluye un ensayo más largo, el que da título a la compilación y es casi un pequeño libro independiente, dedicado a examinar desde todos los ángulos posibles el monumento emblemático de París, la torre Eiffel, como imagen. La nutrida batería semiológica de Barthes se aplica a fondo para interpretar el significado de esta construcción célebre que, según se apunta al comienzo del ensayo, funda parte de su sugestión en el hecho insoslayable de que, en París, la torre se ve todo el tiempo y desde todas partes.
Pero el interés de este libro no radica únicamente en sus temas, que en alguna medida Barthes trató con mayor profundidad en otras obras.El interés de La Torre Eiffel está en su excelencia literaria. La cultura mediática nos ha habituado a recibir la obra de los escritores posteriores a la Segunda Guerra Mundial descompuesta en pequeños ensayos, reseñas, comentarios críticos, artículos de opinión, apostillas y misivas, que brotan entre grandes textos. Cabe a Barthes y, en cierta medida a sus antecesores y númenes intelectuales más característicos (a Diderot entre los pensadores de la Ilustración, a Baudelaire a finales del siglo XIX y, naturalmente, a la escritura fragmentaria de Walter Benjamin), el valor de haber rescatado el género del ensayo breve y circunstancial para el saber y la lectura inteligentes. Sin duda, parte de la confusión que caracteriza la cultura contemporánea se debe a este modelo ensayístico, debido a la inevitable parcelación de los sentidos que conlleva, pero su auge ha tenido como contrapartida el reencuentro con la prosa elidida y ágil y con la contundencia de los juicios efímeros que se pierde en los textos con vocación sistemática. A partir de esta tradición, que podría asociarse con una manera moderna de pensar y escribir en la que todos hemos sido educados, ya es costumbre para nosotros la forma constelacional -por llamarla comoAdorno y Blanchot- de exponer las ideas. Forma argumentativa sin conclusión y muchas veces sin aspiración de tesis o de resultado, pero que resulta enormemente sugestiva y sirve para acercar el pensamiento abstracto a sus fuentes literarias originales. El ensayo adquiere así un poder de persuasión que el racionalismo, como estilo de pensamiento, jamás ha tenido; sobre todo hoy en día, en que permanece prisionero del discurso técnico.
En este terreno, Barthes no es el único, desde luego.Pero lo incomparable en él es la delicadeza de su mirada. Igual que Diderot, Baudelaire o Benjamin, Roland Barthes es un mirón obsesivo y, por momentos, genial. Y esa mirada, que unas veces es pícara y otras melancólica, se desliza sobre las cosas, sobre lo más ajeno y lo cotidiano, con una fina superficialidad sin incurrir, no obstante, en frivolidad. Barthes es el más mundano de los críticos y, paradójicamente, el que más a menudo nos acerca al lado oculto de los objetos. Su prosa es riquísima, pero al mismo tiempo es económica; sus críticas son elegantes y aunque coquetean con los signos, no son por ello amaneradas, un defecto que muchas veces se achaca -y con razón- a los franceses. Barthes puede ser mordaz o incluso cruel, pero nunca es dasaforado.Y cuando trabaja en la prensa, su escritura mantiene el tono justo, en el borde mismo de la escritura mediática, cuidándose siempre de caer en el periodismo, pese a que una cantidad enorme de sus escritos breves está destinado a los medios de comunicación.
Como la de todo gran escritor, la obra de Barthes ha generado una legión de émulos e imitadores. Pero lo verdadermante típico de Barthes no es ni la cultura semiológica ni la palabrería (para la que, por cierto, no basta con echar mano del léxico o del diccionario) sino la inteligencia. Léase este libro estupendo para comprobarlo.
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