Una rara peripecia compartida: en busca de "La mujer judía"
Bortnik y el autor de esta nota cultivaron una singular amistad inspirada por un personaje de impronta brechtiana
Mi vínculo con Aída fue prolongado, aunque nunca profundo. Sin embargo hubo un hecho que nos acercó casi con frenesí. Nuestra proximidad venía siendo la de dos trabajadores del periodismo, dos colegas que se ven, se saludan y, a lo sumo, intercambian impresiones sobre un estreno o una actuación. Nos iniciamos en Primera Plana y los dos pasamos a Panorama, una de las tribunas del emporio de los Civita.
Pero Aída y yo, además, hacíamos teatro; ella, en su doble condición de dramaturga y directora. Y los dos coincidimos, un día de 1972, en un taller de dirección teatral que lideraba Agustín Alezzo. No se enseñaba nada, pero se aprendía mucho. En el salón donde nos reuníamos (un tugurio en los altos de Córdoba y Jean Jaurès) Aída y yo dejamos de ser colegas y nos convertimos en amigos.
El clic se produjo un sábado a la tarde, en un invierno de tiempos de Lanusse, en los que el país bullía, pero si había tiros no los oíamos porque se intercambiaban en las montañas o en el llano, no eran sacrificios urbanos. Tampoco había represión manifiesta, pero ya iba a asomar. Lo cierto es que a lo largo de casi tres años nos reunimos a ejercitar ese oficio de manipular los cuerpos y las emociones de actores que dicen un texto y viven un drama. En aquel taller revistaban profesionales como Francisco Javier, Beatriz Matar, Hugo Urquijo, y actores como Oscar Martínez.
La tarde de sábado que se me reaviva en la memoria tuvo como centro de interés una escena de Terror y miserias del Tercer Reich (1935-1938), de Brecht, que uno de los integrantes del taller había montado para dirigir a una actriz en el monólogo "La mujer judía", una de las 24 secciones de esa pieza monumental en la que, desde distintos ángulos, se reconstruyen las aberraciones del régimen nazi, instalado en la vida cotidiana de la Alemania de los años 30. En su aparentemente calma alocución (aunque, en el fondo, desgarradora), una judía berlinesa ensaya en soledad el discurso que desplegará ante su marido, cuando lo vea, a fin de explicarle que, si bien él no es judío, ambos corren peligro; ella ha decidido exiliarse sola para salvarse y dejar que el hombre continúe su vida en Alemania ("Fritz, no puedes retenerme, no puedes hacer eso…"). Pero sabe que finalmente no dirá nada porque la pareja ya está quebrada por la desconfianza.
Más allá de la régie y de la interpretación en sí mismas, resultaba insoslayable analizar la situación, un drama humano enraizado en la realidad histórica de un momento crucial de la sociedad y de la política de Europa. En el diálogo posterior a la performance conté que había conocido un caso similar, al pie de la letra, una señora berlinesa y judía, de alrededor de sesenta años, que en aquella misma década se había alejado de su marido para evitarle la pesadilla de la persecución. La actitud de él (no solidarizarse con su mujer y quedarse en Berlín) le había dado la pauta de que la relación estaba terminada.
La mujer se exilió, tuvo un paso fugaz por algún país europeo y, ante la inminencia de la guerra, dejó el viejo mundo y se instaló en la Argentina. Aclaré que la conocía muy bien porque aquella mujer había sido la jefa de Archivo en Primera Plana. Fue entonces cuando Aída Bortnik, que estaba sentada en primera fila (la estoy viendo), reaccionó como un resorte y, dándose vuelta, me dijo: "Estás hablando de Toni Hiller".
Claro, Aída había pasado por Primera Plana; ella también había conocido a aquella mujer maciza, de voz contundente y pasos firmes que atravesaban la redacción con botines de gamuza, con su mirada y sus anteojos: una intelectual de barricada de tiempos de guerra, digna de Brecht, a quien por lo demás, y en su condición de actriz, Toni había conocido en el Berliner Ensemble. ¿No estaremos delirando, Aída?, le decía yo a mi compañera, cuando barajábamos la hipótesis de que nuestra adusta heroína había sido el modelo para el célebre monólogo de la mujer judía. La rastreamos, pero fue inútil.
El exilio de Aída en España determinó que no nos viéramos durante años. Nos reencontramos en Los Ángeles en 1986, en la ceremonia de la Academia, cuando La historia oficial se alzó con el Oscar y el apellido Bortnik fue honrado con una nominación al Mejor guión. Recordamos la loca peripecia "brechtiana" y nos prometimos reanudar la recherche. Pero nada, ni un mínimo rastro parecía haber quedado de la archivera alemana.
Hasta que un día, a mediados de los años noventa, suena el teléfono: " Queguido, soy Toni Hiller y quiero anunciagle que todavía ando por este mundo".
Fue impactante. Con Aída habíamos calculado que Toni era clase 1908 o 1909, de modo que, cuando reapareció, esta mujer debía ser nonagenaria. Resurgía, dijo, porque en ese momento se programaba un homenaje a Copi (1939-1987), en el aniversario de su muerte. ¿Qué tenía que ver Toni Hiller con ese evento? "
Yo fui la institutriz del niño Raúl Damonte, cuando todavía no era Copi, aunque la madre ya lo llamaba así", explicó.
Más allá de lo insólito del entrecruzamiento (Brecht, el nazismo, Copi), la resurrección de la imbatible archivera reavivó la obsesión por pautar la génesis del personaje de "La mujer judía". Aída pudo verla y ella le dijo que sí: era probable que Brecht hubiera reparado en su drama, pero que un caso como el de ella no era excepcional. En algún momento de esa búsqueda le pregunté a Aída qué rapto del destino nos había enfrentado con un gajo significativo de la historia del siglo XX. "Debe ocurrir –barruntó– que son los personajes y los hechos raros los que ‘buscan’ deliberadamente a los escritores. A lo mejor los demás también los ven, pero no los registran. ¿Te imaginás cuántos ‘casos’ habrán acudido al escritorio de Tolstoi, por ejemplo, en busca de autor, antes de verse transformados en relato?"