100 millas: Namibia
Dos argentinos fueron protagonistas de la exigente prueba; uno de ellos, Alex Foresti, relató las vivencias en el desierto africano, donde las circunstancias adversas son la esencia misma de la competencia
El lugar: Parque Nacional Naukluft, en el desierto de Namib, a 300 kilómetros de Windhoek, Namibia. La elevación: 2500 metros sobre el nivel del mar. La escenografía: arena rojiza, muy polvorienta y liviana. Hasta allí llegaron dos argentinos, Alex Foresti y Juan Craveri, con la idea de competir en las 100 millas del Namib, una prueba donde los dolores en las piernas y la deshidratación, además de la arena picando en todo el cuerpo, están presentes como una insobornable característica a lo largo de todo su desarrollo. De regreso, Foresti (licenciado en administración de empresas, de 42 años) se acercó a LA NACION para contar sus vivencias en la competencia africana, que, por más traumática que pueda resultar a priori para cualquiera, para él no deja de ser "una experiencia excepcional y muy recomendable".
Las cosas para nuestros compatriotas, sin embargo, no pudieron comenzar peor. "En el cambio de aerolínea nos perdieron las valijas y si bien nos prestaron ropa, yo no conseguí mi número de zapatillas, lo que me dejó pensando en qué lugar del mundo quedaron las mías, junto con la ropa, gorros, protectores solares, vitaminas y demás elementos indispensables para la carrera", cuenta Foresti.
Los 40 participantes habían sido advertidos por el organizador. "Nos dijo que ibamos a sufrir de día y a disfrutar de noche", recuerda. Seguramente, aquella sentencia retumbó varias veces en la cabeza de los corredores. "El primer día nos fue bien. Llegamos 6° y 7°, no muy lejos de los primeros. Pero comprobamos la dureza del calor en la mitad de la etapa, que fue de 36 km. No corría aire y la hidratación empezó a ser un problema. La mochila que me habían prestado era de sólo un litro y necesité asistencia de Juan. Para colmo, el terreno pedregoso y arenoso dificultaba el avance".
El segundo día se disputaron dos etapas, una de 25 km por la mañana por el cañón Sesriem –un escenario muy parecido a nuestro Talampaya– y otra nocturna, de 15 km. Foresti lo resume así: "En la primera llegué 5°, bastante distanciado de Juan, y en la restante, mi compañero le presentó lucha a un suizo (Armin) que llevó su propio fotógrafo de la revista alemana Runners. Ambos se me escaparon unos 3 minutos, con lo que recuperaron la ventaja que yo les hice a la mañana".
A juicio de Foresti, el tercer día fue "la prueba de fuego": nada menos que 42 km por una pampa llana en la que el primer puesto de reabastecimiento, con frutas y cereales, estaba en la mitad del trayecto. "Veníamos con Juan en el segundo grupo y lo sorprendente fue que a la par nuestra teníamos a un ex ciclista profesional italiano de ¡62 años! peleándonos de igual a igual. Yo pensé en apurar el paso, pero presentí que el calambre estaba cerca. Teníamos a los punteros a 600 metros y el viento me picaba en la cara, ya que no tenía el buff, que es la máscara que te protege de las alimañas del desierto. Juan, que se había levantado con diarrea, empezó a sentirse mal y yo también estaba con dolores en el estómago. Hasta el agua mineral me producía rechazo".
La prueba fue desviándose hacia una zona de mucha arena, en la que el paso cada vez se dificultaba más. El curso del lecho de un río casi seco fue la guía obligada, viboreando al pie de unos médanos rocosos. Foresti y Craveri entendieron que tenían que evitar los calambres; sin desesperarse, planearon correr más con la cabeza que con el cuerpo. Pero como consecuencia del viento nocturno, la piscina en la que hubiesen podido remojar sus extremidades estaba cubierta. Las piernas entumecidas y los pies ampollados amenazaron con doblegarlos, pero las ganas pudieron más.
La imponente Duna 45, con más de 300 metros de altura, fue el punto de partida del último día. Tanto esfuerzo tenía que verse recompensado en los póstumos 35 km sobre las dunas. Con viento a favor a veces y en contra por momentos, sin una visibilidad decente en varios tramos, los argentinos se fueron adelante, mientras que el habitual pelotón de punta los seguía a unos cien metros. "Nos extrañó su comportamiento, si tenemos en cuenta que nos podían alcanzar en cualquier momento. Pero a esa altura, lo más curioso era que yo tenía miedo por las ampollas, pero con el correr de los minutos, uno se adecua a la carrera y el dolor ya no se siente de habituado que está uno a padecerlo. Suena extraño, pero es así...", explica Foresti.
Cuando apareció un tipo de arena un poco más sólida, los corredores, con el resto que les quedaba, tomaron algo más de velocidad. "Después llegamos a unas dunas altísimas que subíamos en una desesperada trepada o gateada, por lo empinadas que eran... y teníamos que fijarnos muy bien por donde ir al bajarlas porque era muy fácil rodar o caerse. Me recordaron a las esquiadas, cuando uno elige la senda por tomar hasta con cierto temor".
Al final, Foresti fue tercero en la etapa y quinto en la general, mientras que un poco más atrás, Craveri concluyó noveno.
Por delante sólo quedaban un deseado refrigerio, una opípara cena, la emotiva entrega de premios y el reconfortante viaje de regreso. El desierto, su soledad lacerante, los dolores y la lucha por llegar entero, ya eran historia.
lanacionar