La notable velocista estadounidense brilló en los Juegos Olímpicos de 1988 y aún hoy ostenta los récords mundiales de los 100 y 200 metros
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Vivió rápido, corrió más rápido que ninguna otra mujer en la historia y murió rápido.
Delorez Florence Griffith-Joyner, más conocida como Flo-Jo, tuvo una existencia de velocista dentro y fuera de la pista. Muchos la llamaron la mujer supersónica. Curiosamente, su carrera deportiva estuvo a punto de no ser tal debido a la falta de recursos, pero fue subcampeona olímpica mientras trabajaba como empleada en un banco. Brilló en el mundo de la moda al imponer la extravagancia y el desparpajo con su indumentaria en la pista. Si piensan que ahora están de moda las uñas largas, no son nada en comparación a las de Flo-Jo que llegaron a rozar los 15 centímetros de largo (aunque cuando quería estar más cómoda usaba de 10 cm). Estalló todos los relojes con sus récords en velocidad, que aún hoy, 35 años más tarde, siguen sospechados de haber sido empujados por el doping. Delorez Florence Griffith-Joyner tuvo una vida demasiado rápida, demasiado corta.
Los 100 metros llanos es la prueba más espectacular del atletismo. Resume en la sexta parte de un minuto toda una vida de entrenamiento. En el trayecto de los tacos de partida hasta la meta, algunos distinguen cinco fases: tiempo de reacción, puesta en acción, aceleración, máxima velocidad y resistencia a la velocidad. Veamos cómo Florence Griffith-Joyner corrió y transitó su vida a través de esas etapas, hasta atravesar la última línea.
Fue la séptima de los once hijos de Robert y Florence Griffith, pero que al poco tiempo pasaron a ser en la práctica sólo hijos de Florence, ya que su padre se fue a vivir al desierto de Mojave. Su madre se mudó con ellos a unos barrios humildes y violentos, y ella cada tanto visitaba a su papá en el desierto. Mucho tiempo después confesaría que por eso se burlaban de ellos: “Nos señalaban como los hijos del desierto”.
Ya a los siete años, Florence Griffith-Joyner empezó a correr, y a ganar. No sólo a sus compañeras, sino también a sus compañeros e incluso a los que tenían algunos años más que ella. Aún así fue mejorando y entrenando: a los 14 años ganó los Juegos Juveniles Nacionales Jesse Owens, y luego otra vez a los 15. Pero a los 18 años, cuando terminó de estudiar, el sueño se acabó. Había que salir a trabajar por una sencilla razón: correr no daba plata.
Sin embargo, una circunstancia la relanzó a las pistas. A los 20 años la llamó Bob Kersee, que la había entrenado para el equipo nacional y sabía de sus condiciones. Le dijo que le había conseguido una beca para ella en la universidad. Así, juntos consiguieron la clasificación para los Juegos Olímpicos de Moscú 1980. Pero habría una sorpresa: el boicot de Estados Unidos a la competencia que se realizaría en la Unión Soviética, una decisión a la que se plegarían numerosas naciones.
Cuatro años más tarde, el destino (y el Comité Olímpico Internacional, para equilibrar la guerra fría), llevaron los Juegos a su “casa”: la cita de Los Ángeles 1984. Allí Florence se clasificó sólo para los 200 metros, donde logró la medalla plateada. Luego de eso, la flamante medallista olímpica continuó con su rutina: el lunes fue a trabajar al banco. Había que seguir viviendo.
Siguió compitiendo, pero con menor frecuencia: no le era fácil compaginar los entrenamientos con el horario laboral. Hasta que a los 27 se casó con Al Joyner, compañero del equipo nacional, campeón olímpico del ‘84 y “triplero”. Así se denomina coloquialmente a los especialistas en salto triple, no confundir con los lanzadores del básquetbol desde más allá de la línea de los 6,75 metros del aro. Florence sentía que su vida cambiaba por completo junto a Al, pero se equivocó: aún faltaba un año para que su mundo enloqueciera.
El primer estallido: 10s49 en los 100 metros
Junto a Al, Florence volvió a entrenar, encontró apoyo y motivación y su cuerpo empezó a cambiar. Tanto que llamaba la atención cómo esa chica grácil y estilizada estaba marcando bajo su piel de ébano una musculatura portentosa. Así llegaba a los trial de Estados Unidos, la competencia que forma al equipo olímpico. En otros países se arma un ranking previo, en algunos se utilizan marcas de referencia, en otros se elije a dedo. En Estados Unidos, el métido es más práctico: se hace una sola competencia y los tres primeros van a los Juegos. No importa si de por medio está el último campeón olímpico y logró el récord del mundo hace dos meses: si quedá cuarto en el trial, no va a la cita olímpica (de hecho ha pasado). Así que ahí llegaba Griffith-Joyner, a ver qué podía hacer.
Para clasificar en los 100 metros se realizaban tres instancias de eliminación: cuartos, semifinal y final. En la primera generalmente los mejores regulan la velocidad, compiten contra los atletas que menos chances tienen y es preferible no arriesgar aún el físico. Florence, en los 100 m, no había logrado clasificarse a los Juegos anteriores. Pero el año anterior corrió la mejor marca de su vida, 10,96s, apenas la segunda vez que lograba bajar los 11 segundos. Suena el disparo y parte, y corre, rápido, muy rápido, más que sus compañeras, más que todos ese día, más que nadie en la historia, estalla el reloj en 10,49 segundos y todo cambia para siempre.
¿Qué pasó? Dicen que puede haber sido el viento, que fue el mejor día de su vida, que podría haber estado dopada, o quizá todo eso junto.
El registro del viento en esa carrera dio 0 metros/segundo (si es mayor a 2 m/s a favor la marca no se registra como récord ya que se considera demasiada ayuda). Lo curioso es que en la corredera de salto en largo, que estaba paralela y a poca distancia de la recta de 100 metros, se midió al mismo tiempo: 4,3 m/s de viento a favor. Y todas las otras pruebas, antes o después, dieron registros similares. En la carrera de Florence, o el viento se detuvo, o el medidor falló.
Pero luego en las semifinales hizo 10,70s y en la final 10,61s. En contexto: hasta allí el récord del mundo era 10,76s. Florence logró tres veces en un día bajar la mejor marca de la historia.
El fantasma del doping
¿Estaba dopada? La realidad es que nunca dio positivo en un examen antidoping. Recordemos un poco el contexto de todo lo que estaba sucediendo. Era Seúl 1988, con aquella icónica foto del velocista canadiense Ben Johnson, hipermusculado, cruzando la línea para convertirse en campeón olímpico de 100 metros con 9s83, apuntando con el índice al cielo y mirando de costado al legendario estadounidense Carl Lewis. A los tres días, a Johnson le sacaron la medalla por dar positivo con estanozolol, pero no fue el único: más tarde que temprano, cuatro de los cinco mejores de esa final olímpica dieron algún positivo, incluido Carl Lewis.
Ben Johnson, al reconocer tiempo más tarde su doping, diría que era la única forma de competir, porque todos en esa época lo hacían.
En esos mismos Juegos de Seúl 1988, Florence se consagró tricampeona olímpica, ganó los 100 metros, los 200, la posta 4x100m y quedó segunda junto al equipo de 4x400m.
Se transformó en ícono mundial
De repente, Florence pasó a ser Flo-Jo, es un ícono mundial. Su explosión en la pista, sus uñas radicalmente largas, su vestimenta para competir confeccionada por ella, que a veces cubría una pierna por completo y dejaba la otra desnuda, otras veces cubría toda su cabeza, otra se destacaba por su peinado. Salía en la tapa de todas las revistas, hacía publicidades de todos los productos. Diseñó indumentaria, incluida la del equipo de básquetbol de la NBA Indiana Pacers. Prometió que correría hasta 1990 y con eso le alcanzaría para obtener también el récord del mundo de los 400 metros (ya era dueña del de 200 metros, logrado en Seúl en una carrera rutilante).
Pero meses después de Seúl ‘88, estando en la cúspide de su carrera y con 29 años, anunció para sorpresa de todos: “No corro más. No tengo tiempo para mis otros intereses y estoy buscando otras cosas en mi vida”. Una semana antes, y con todo el caso de Ben Johnson estallado en los medios de comunicación, habían anunciado que a partir de ese momento se realizarían controles antidopaje fuera de competencia. Los controles sorpresivos que después se hicieron comunes también en otras disciplinas deportivas.
Tuvieron que pasar más de tres décadas para que un par de jamaiquinas, Elaine Thompson-Herah y Shelly-Ann Fraser-Pryce, osaran acercarse un poco a su legado. Apenas un poco. En agosto de 2021, Shelly-Ann, marcaría 10,60s. Eso la dejaría a casi dos metros de distancia en una virtual carrera. Mientras que una semana más tarde, Elaine lograría la segunda mejor marca de la historia, con 10,54s, pero aún estaría a un metro, demasiada distancia corriendo a máxima velocidad, demasiada a pesar de tres décadas de mejoras. Sin embargo, aún falta la última zancada de esta historia.
Una mañana de 1998 en que empezaba el otoño en Los Ángeles, Flo-Jo apareció muerta. Se sospechó que fuese un ataque cardíaco producto de las exigencias, naturales o no, a las que había sometido el atletismo a su cuerpo. Pero la autopsia dijo que, producto de una ataque de epilepsia, se había desmayado y caído boca abajo sobre una almohada, lo cual la asfixió.
Faltaban aún justo tres meses para que Delorez Florence Griffith-Joyner cumpliera 39 años. Quizás fue, demasiado rápida.
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