Dos muy malos perdedores
Hay una historia de golpes bajos. Son las frustraciones de dos muy malos perdedores. "Me encanta que todo un estadio me silbe, me insulte, me rechace; es lo mejor que me puede pasar, porque quiere decir que uno es importante en el fútbol. Si hubiera pasado inadvertido, indudablemente mi vida hubiese sido muy triste. ¿Si nunca tengo miedo? No, para nada, sólo las sacudidas del avión me hacen dudar, pero no un partido. ¿Si lo único que me importa es ganar? Sí, es lo más importante, hay que ganar como sea; al rival no hay que darle agua. Si se lo puede pisar, hay que pisarlo", le contaba hace casi cuatro años José Luis Chilavert a La Nación Deportiva en una entrevista, después de protagonizar una de sus siempre elogiables epopeyas futbolísticas.
Era el 21 de noviembre de 1996 y el arquero paraguayo acababa de marcar, de penal, el gol del triunfo de Vélez ante Cruzeiro, en Belo Horizonte, por la primera final de la Supercopa, que siete días después finalmente se quedaría en las vitrinas del club de Liniers. Por primera vez en la historia, un equipo argentino ganaba oficialmente en la gigante estancia del estadio Mineirao. Ese Chilavert, responsable directo del logro, también explicaba hasta dónde es capaz de trasladar los límites en pos de defender la cultura del exitismo. Con la pedantería del discurso quedaba en evidencia el pánico a la derrota de un hombre que se acostumbró durante los 90 a cosechar victorias y títulos como nadie.
El arquero paraguayo no soporta perder. No podía aceptar entonces ayer que su tercer tiro libre directo al arco de Oscar Córdoba chocase en la barrera y lo expusiese al ridículo de un contraataque letal. ¿Cómo solucionarlo? No dudó en cortar la posible réplica xeneize con una violenta y malintencionada infracción... sobre Martín Palermo, que en búsca del rebote tampoco reparó en adosarle una carga de agresividad al choque. Después, los dos buscaron el hipócrita papel de víctimas quedándose tendidos en el suelo. En ese instante, enmascarados en una falsa guapeza, cada uno descargó sus frustraciones: Chilavert, porque caía sin heroicos protagonismos; Palermo, porque ya no soportaba el fastidio de no haberle gritado un gol al paraguayo.
El último minuto del partido avivó una historia de desencuentros. Porque se trató de dos capitanes que se ignoraron y no cruzaron miradas en el sorteo de los arcos. Porque después de cada ocasión de gol que Chilavert le desbarató a Palermo, el arquero agregó los movimientos negativos de su índice derecho. Porque no faltaron los codos arriba en el juego aéreo. Y porque tras un remate muy desviado del delantero desde casi la mitad de la cancha, directamente el arquero lanzó al aire un gesto despectivo con el brazo.
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Chilavert es un profesional de las provocaciones. Llegó a la Bombonera tapándose la nariz; agitó los brazos incentivando a los hinchas locales a que subiesen el tono de los silbidos que saludaron su ingreso en la cancha, y se sacó de encima a los policías que acompañaban su salida tras la expulsión, desafiando así a los más enardecidos fanáticos. A los 35 años, a un paso de cumplir veinte temporadas en primera división, Chilavert no puede comportarse como un nene malcriado que tiene que vengar una tarde ausente de gloria con actitudes bravuconas. Y no es aceptable que Palermo lave el mal humor de no poder vulnerar a su víctima favorita con reacciones irracionales que ahora dejarán a Boca sin su goleador. Ninguno tuvo grandeza a la hora de perder.
Una esbelta pirueta : toda la plasticidad y la elegancia en esta figura de Andreea Raducan, la nueva niña mimada de la gimnasia artística. La rumana de 17 años y tan sólo 37 kilos, ya obtuvo dos medallas doradas y maravilló al público. Por algo la comparan con su compatriota, la genial Nadia Comaneci.