Eu acredito
BELO HORIZONTE.- Los equipos están listos para la batalla final del suplementario. De repente, casi todo el Mineirao, como si respondiera a la oración del telepredicador Felipao, o implorara por Neymar, el pastor maltrecho, se convierte en una sola voz: "Eu acredito, eu acredito".
Willian reza a un costado con los ojos cerrados antes de ingresar por Oscar. Un hincha brasileño, a metros de mi puesto, no para de persignarse. Lejos del gesto guerrero que tenía dos horas antes, cuando cantaba el himno a capella con la multitud. "Eres bello, eres fuerte, impávido coloso?¡Patria amada, Brasil!"
Los jugadores, como siempre, habían entrado a la cancha apoyando cada uno su mano al hombro de quien iba adelante, gesto aconsejado por Fabrizio, un amigo de Thiago Silva, el capitán que, antes de los penales, permanece sentado sobre la pelota. Le tiemblan los labios.
Ya la selección del '94, la que devolvió a Brasil su condición de campeón mundial, entraba al campo con todos los jugadores de la mano. Me cuenta Juca Kfouri que, en esos días, sonó el teléfono de su casa. Era Joao Gilberto, el gran músico, que abandonaba su encierro mítico para pedirle al periodista que avisara al DT de esa selección, Carlos Alberto Parreira, que "eso no es de hombres brasileños".
Gilberto casi confrontaba así con la teoría de Luis Fernando Verissimo. En su recorrido de 24 años de Brasil sin títulos, el escritor habla de selecciones brasileñas que el hincha alentaba "no por entusiasmo, sino por espíritu cristiano". De técnicos que no tenían "cautela", sino "pánico". "Nuestra esperanza -dice- era la pelota parada. Nuestro terror era la pelota en movimiento". Y cuenta entonces que si las viejas selecciones campeonas eran equipos de "dioses", las que ganaron luego, con el transcurrir del tiempo, eran equipos de "hombres".
Ayer, en el Mineirao, en uno de los partidos más dramáticos que recuerde acaso la historia de los mundiales, hubo patria primero y rezo después. Los guerreros dejaron las armas y se encomendaron a Dios.
"¡Eu acredito, eu acredito!", gritaba la multitud. Fue el "Yes we can" de Obama al que se aferró en 2013 el Atlético Mineiro de Ronaldinho, el viejo ídolo ausente en la gran cita, para revertir una derrota en el primer partido de la final frente a Olimpia y quedarse con la Copa Libertadores de 2013.
La plegaria colectiva funciona. "¡Milagro, milagro!", grita el locutor de Radio Globo. Mauricio Pinilla, cuatro años atrás casi un personaje cómico en la TV chilena, rompe el travesaño en el último minuto del suplementario. El poste y el arquero salvan a Brasil del bochorno. "¡Es Julio César! ¡Es Julio César!", grita ahora la multitud en el Coliseo mineiro.
Pero los gladiadores lloran. Los vencedores lloran incluso más que los vencidos. No hay alegría. Hay angustia. Lo que estuvo cerca de ser el llanto colectivo del Maracanazo se convierte en catarsis generalizada. El hincha que era patriota primero y religioso después, ahora se desploma en el asiento. Van saliendo todos y él sigue allí. Dice que está bien. Que precisa volver a respirar.
El fútbol es eso. Y también es juego. Si los laterales reciben prohibición de cruzar la media cancha después del 1-0 y los atacantes órdenes de correr siempre a sus defensores, Brasil seguirá haciendo sufrir a millones.
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