Argentina-Nigeria: el escape a la victoria de Marcos Rojo, una película para guardar por siempre
SAN PETERSBURGO.- No hay posibilidad de detectar a una sola persona que no esté vibrando. El partido terminó hace 15 minutos, pero los jugadores argentinos se niegan a irse al vestuario. Dan vueltas, se tocan, se abrazan, lloran. Cuánto kilos sobre la espalda estarán liberando las lágrimas de Di María , Higuaín , Mascherano . Qué precio tendrá el alivio que Messi descarga, los brazos en alto, aplaudiendo acá y allá, dándose vuelta para saludar también a los que están del otro lado. No hay noche, no la habrá: porque el sol nunca se pone en verano en San Petersburgo y porque esos ¿20 mil? ¿30 mil? hinchas poblarán las calles con sus cantos diciendo que tienen a "Messi y Maradona" y cuántas cosas más.
Y entonces emerge él, entre el racimo de compañeros, para separarse un pasito, dos, hasta de pronto saltar a la tribuna a hacerse uno con los que lo conocen desde antes de que fuera Marcos Rojo. El fútbol es un espectáculo colosal, único, trepidante. Capaz de escribir una historia así una vez, y otra, y otra más, que no por repetidas perderán el encanto. El héroe por un día se pone sobre los hombros una bandera argentina que le arrojan y vuelve a la piña que sus compañeros todavía forman. Está lejos Quito de este punto del planeta, pero qué cerca parece ahora: como allá, cuando consiguieron el demorado pase al Mundial en octubre, acá estos mismos jugadores acaban de hacerle creer a millones de futboleros de su patria, aunque sea por estos minutos, que la vida es más linda.
Rojo es el protagonista de esta película contra cualquier pronóstico. No había ni un registro histórico, ni planilla de analista de video que pudiera advertir que él podía tener la llave. Una entrada a la carrera por el corazón del área, el empeine derecho bien colocado –como si fuera cosa de todos los días– y el gol. El de la victoria, el de la clasificación, el de la locura de los 23 entregados al festejo, el del desquicio de Sampaoli metido en la cancha. Rojo, justo él, que entró al equipo por la ventana, en la última práctica, a pesar de que ningún episodio reciente alcanzaba para explicar su regreso al equipo. ¿A quién le importan ahora, al filo de medianoche diurna, todas esas discusiones tácticas y técnicas?
En el partido "para jugar con el corazón", la selección tuvo cabeza. No habría mañana sin un subidón de energía, de autoestima, de coraje. De fútbol también, aunque no haya sido el atributo dominante en los 90 minutos más angustiantes de la Argentina en una fase de grupos, desde aquella eliminación a mano de Suecia, en Corea-Japón 2002. Son los pequeños gestos los que demostraron la tensión que habitaba esos cuerpos: los diez segundos de Gonzalo Higuaín mirando el cielo, mientras caminaba por el círculo central, antes de empezar; los abrazos a sus compañeros, uno por uno, de Nicolás Otamendi; el choque entre tres que fueron a la vez a rechazar una pelota en el balcón del área de Armani. Y también el apoyo del público, constante, incluso ante errores, una posición bien diferente a aquellos silbidos escupidos a Willy Caballero tras el primer gol de Croacia. Mucho más creció ese ulular tribunero cuando Messi se vistió de Messi y trazó una genialidad entre su muslo izquierdo, el mismo empeine y el pie derecho. Estampó el 1-0 y la esperanza se corporizó en todos, los de adentro y los de afuera. El desahogo suyo fue el todos, preludio de un rato de dominio de la Argentina contra un equipo intelectualmente pobre, dado a lo episódico.
Pero el gol de Moses, después de ese penal cobrado a Mascherano, desactivó lo bueno que se había hecho hasta entonces y volvió a poner a la selección de cara a un reto que no había superado el jueves. Debía levantarse de nuevo, salir rápido de esa zona de turbulencias. En ese tramo del juego se había desmoronado ante Croacia, cuando más hacía falta mostrar carácter. Vinieron entonces minutos de nervios, dudas y un par de arranques de Nigeria –un contraataque de Musa bien ejecutado y mal terminado, por ejemplo– que preanunciaban el diluvio final. Pero también al rival, que con el empate pasaba a octavos, empezó a pesarle la responsabilidad: ¿dejar afuera a la Argentina en primera ronda? ¿Se iban a animar a tanto? En ese nerviosismo a dúo, el estadio se convirtió en una olla a presión, un manojo de miles pendientes del VAR, de Messi –siempre Messi–, de un árbitro desconcertante, de lo que pasaba en Islandia-Croacia y de esa noche metafórica que se le venía a la selección en la ciudad del día eterno.
Hasta que apareció Marcos Rojo para espantar los demonios, dibujar un nuevo escenario y darle a la selección un boleto distinto. Que no dice Ezeiza, dice Kazán. Allí se escribirá una nueva historia, contra la elegante Francia. Una que necesitará de nuevos giros dramáticos para superar la emoción de ésta, la que tiene a esos miles todavía cantando y saltando, creyéndose eso de que el sol de San Petersburgo los abrazará por siempre.
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