Arsenal y los golpes de la memoria
Trataba de controlar una leve lipotimia que cortó el grito. El grito de gol tiene matices. Este había sonado como la aceleración de un camión. Creo recordar en el vahído que el cigarrillo (el número 18 del partido) se escurrió y fue a dar varias filas más abajo. Mientras me recomponía fijé la vista en un tipo que lloraba. Canoso y llorón, se abrazaba, estrujaba una banderita de Arsenal. Y recordé. Era aquel cobrador de la cuota social. Llegaba en bicicleta. Y también controlaba el ingreso en la cancha. Malhumorado. Sí, lo vi llorar. Vi, también, los años que habían pasado, en medio de la fiesta, de una copa que iba y venía en una cancha ajena. Arsenal es parte de mi vida y sobre todo de mi pasado. Uno se siente extraño en la masividad, incluso en la bonanza. En el fútbol, sobre todo en los equipos chicos, el sufrimiento, el soportar las malas épocas son signos de fortaleza. Por eso uno se aferra a lapsos menos felices pero entrañables.
La segunda mitad de los 80, en Primera B, fue mi época favorita. De ritual con amigos, los sábados de local. Resguardarse de las piedras visitantes, ovacionar apellidos que la memoria defiende a capa y espada: Landaburo, Muñoz, Larramendi, un tal Lebioso, un tal Guzmán. Escalar los temblorosos tablones y ver siempre las mismas caras. Que no eran 20.000 como las de anteanoche. Estar. Siempre. Sin la mínima esperanza de hacer un buen torneo. Jugando el antifútbol que proponía el Vasco Iturrieta. Ese Vasco que, cuando se iba ganando, mandaba al jugador que iba a cambiar a tirarse en la otra punta para hacer tiempo y que lo retirara la camilla. Ese tiempo en que el Bocha Flores, un histórico en Sarandí, fue a jugar a El Porvenir, el rival clásico, pero que cuando le tocó enfrentar al Arse pateó el penal a las manos del arquero (creo que le rescindieron el contrato al día siguiente); en el que Héctor Grondona presidía el club y ponía en su lugar al que se atrevía a hacer lío y no lo dejara mirar el partido tranquilo en la popular. Arsenal era para mí un micromundo fascinante. Aun cuando la decisión de un DT de las inferiores truncó en una prueba de jugadores mi ilusión de futbolista.
A partir del heroico ascenso al Nacional, en el 92, las imágenes son veloces. No recuerdo el momento exacto en el que rompí mi carnet, molesto por alguna decisión institucional (irreflexión adolescente). Tampoco el instante en que me alejé de aquel programa de radio llamado Todo Arsenal (vaya originalidad), en el que teníamos un estadígrafo que salía al aire y contaba, por ejemplo, que Héctor Grondona era el jugador más... amonestado de la historia.
La madurez, el alejamiento, la intermitencia en el vínculo hacen sentir a uno un extraño. Fue la sensación cuando logró el ascenso a Primera, en 2002, el día que la gente demolió la cancha... literalmente. Ocurrió lo mismo anteanoche, en plena fiesta de campeón, cuando en vano intenté reconocer (como en otras épocas) a todos los compañeros de tribuna. Apenas la cara de aquel viejo cobrador vi, entre sus lágrimas, mientras el cigarrillo se me escapaba de la mano, un ligero mareo frenaba mi alarido y la memoria me despabilaba de un golpe.