Boca otra vez se frustró al intentar sostenerle la mirada a River
Son los dedos aferrados al alambrado, la mirada perdida en un punto fijo y una sensación incompleta. La Bombonera ya no tiembla. Futboleros al fin y tan adscriptos a los mitos, ni los hinchas de Boca ni los de River podrán añadir una fecha memorable en su santoral. Ese delirio de furor salvaje que se prometía con el partido de todos los tiempos, aceptó una tregua para volver a encontrarse en dos semanas. Entonces sí será decisivo; esta vez ensayaron un duelo imperdible que se fue decolorando cuando los miedos los invitaron a conformarse. Ninguno se atrevió a asestar el gancho definitivo, aunque River abandonó tierra enemiga con la recompensa emocional de marcharse nuevamente de pie. Se siente cómodo River en las situaciones extremas. Boca no lo intimida.
River es un equipo de autor, fácilmente reconocible. Por momentos el martilleo le puede ganar a la poesía, pero nunca abandona una frenética personalidad colectiva. Puede ser algo más rocoso, puede darse un barniz de pragmatismo, pero nunca descuida ese fanatismo por una idea que le clavó Marcelo Gallardo en su espina dorsal. El técnico puede estar a 100 kilómetros que el equipo responde igual. Jamás traspapela el estilo ni pierde el colmillo. Esa es una victoria, detrás del resultado enmascarado en empate.
Boca no acumuló más razones que la pólvora de sus centrodelanteros para explicar la ventaja parcial con la que se marchó al entretiempo. Después, se equivocó en todo y se sometió a un rival con otra estructura colectiva. Con juego, plan y personalidad, todo lo que añoraron los xeneizes en esa etapa de desgano y desorientación. Porque solo Agustín Rossi, sí, el sospechado de siempre, sostuvo a Boca en la final de todos los tiempos. Dos veces ante ‘Pity’ Martínez y providencial frente a un cabezazo de Borré elevaron al arquero a la dimensión de héroe. Sin olvidar otro cabezazo, de Martínez Quarta apenas desviado, que completaron las cuatro inmejorables ocasiones de gol de los millonarios.
La lógica del fútbol, siempre perturbadora, cenicienta infiel, se clavó socarrona en el corazón millonario cuando menos se lo imaginaba. Ni lo merecía. River jugaba con comodidad, el circuito fluía por las bandas, Enzo Pérez era una prolija estación de tránsito y Martínez, el dinamo agresivo. En la primera situación elaborada por Boca, ‘Wanchope’ Ábila quedó frente a la historia y fusiló a Armani. De derecha, tapó el arquero; de nuevo, de zurda, martilló aún con más violencia para quebrar la resistencia de arquero, abajo, sobre su palo. Boca en ventaja de manera inmerecida. Tan inmerecida que enseguida el destino lo corrigió. Se reanudó el juego y los locales extendieron sus distracciones, al servicio de un pase filtrado de Martínez para la definición cruzada de Pratto. River había sido siempre el dueño del clásico.
Pero Boca vive por el gol. Vive de sus centrodelanteros. ‘Wanchope’ y Benedetto lo llevaron a la final y lo sostuvieron, también. La salida de Pavón, lesionado e improductivo porque extravió la memoria, representó para Boca una buena noticia: entró Benedetto, sagaz, intenso y efectivo. Un jugador con un halo celestial, capaz de solucionar hasta lo inimaginable en un equipo con ruidos estructurales. Se iba la etapa cuando se equivocó River al marcar con licencias un centro demasiado frontal de Villa, que Benedetto le ganó a Borré para peinar al gol. Boca y todos los guiños en su favor. Tres apellidos, tres pilares y la suerte como aliada. Rossi y la voracidad de sus depredadores del área.
Caprichoso, antojadizo, desconcertante, el partido del siglo se propuso estar a la altura de tantos anuncios rimbombantes. Y después del entretiempo, la electricidad nunca perdió voltaje. Y si con el inicio del segundo tiempo Boca parecía encontrar algo de orden donde reposar, ahora fue River el que se tropezó con el gol cuando menos lo forzaba. Otro centro, apenas esquinado y casi desde la mitad del campo, que rozó Izquierdoz hacia atrás para dejar a Rossi sin reacción.
Entonces, por primera vez en una tarde electrizante, llegó la pausa. La media hora final se desinfló, dejó de oler a pólvora. River, directamente, ya no pateó nunca más sobre el arco de Rossi. Apostó por la conveniencia del sopor con su oficio para desactivar el clásico. Boca siguió cargando con su anarquía colectiva, con su juego ingobernable. Sin ingenio, sin rebelde vergüenza para romper el confort que siente River cuando juega con el archirrival. Los xeneizes, otra vez, no tuvieron recursos ni determinación para espantar esos fantasmas teñidos de rojiblanco.
El alma xeneize demandaba un clásico reivindicatorio. Desahuciada por la seguidilla de puñales en el año, desde aquel marzo cruel con la caída en la Supercopa Argentina y un septiembre negro por otra derrota, y en la Bombonera. Sin perder de vista que River lo eliminó en las semifinales de la Copa Sudamericana 2014 y en los octavos de final de la Libertadores 2015. Si las dos últimas derrotas no se volvían un complejo, podían ser una enseñanza importante. Pero decepcionó. Individual y colectivamente. Ni Pablo Pérez, ni Nandez, ni Villa, ni casi nadie. Apenas Rossi, y la voracidad de sus centroatacantes. Ni Barros Schelotto, tampoco, que sigue sin ganarle a River en la Bombonera como entrenador.
Pese a todo, quedaba una bala en la recámara, cuando nadie lo sospechaba: la armó Tevez y le cedió a Benedetto el gol de su vida. Solo Armani y sus superpoderes impidieron que el clásico del siglo se inclinara después de los primeros 90 minutos. Estas citas no solo son futbolísticas. Siempre obligan a pensar el clásico como una expresión de tribalidad. Boca-River, la lucha entre opuestos, un festín para el maniqueísmo tan argentino. Todos estaban advertidos de que ninguno saldría indemne de este superclásico. El país contuvo la respiración por 90 minutos y al final no hubo explosión. La saga continuará en dos semanas. Pero a Boca le llevará algunos días quitarse ese sabor a decepción que últimamente le queda después de intentar sostenerle la mirada a River.
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