¿Dónde encuentran el disfrute los técnicos en la Argentina?
La profesión de entrenador en la Argentina debería considerarse trabajo insalubre. A su modo y con distintas variables, cada técnico ha padecido o sigue padeciendo el clima áspero del entorno, la intolerancia, la naturalización de la urgencia y la histeria, la violencia y el maltrato mediático, la insatisfacción general que sólo calma ganar, ganar y ganar.
Nadie defiende a los técnicos, y como la costumbre de que los echen los ha ido educando poco a poco hasta convertirlos en funcionales al sistema, casi ya ni siquiera se defienden a sí mismos. Conocedores de los mecanismos habituales, son varios los que tiran la toalla con una rapidez llamativa en cuanto las cosas se tuercen.
En todo caso, sería injusto culparlos de esta situación. ¿Qué se les puede pedir? ¿Que se rebelen, que pidan un par de partidos más, que hagan un reclamo público? Les sobrarían argumentos para explicar las razones por las cuales sus ideas no terminan de funcionar. Saben mejor que nadie que para construir un equipo se necesitan unos plazos lógicos y un proceso de asimilación, conocimiento y consolidación que casi nadie les ofrece, sobre todo en clubes donde el éxito es el único mandato. Pero asumen ser el fusible más fácil de quitar y se entregan a la esperanza de encontrar en pocos meses otro club donde quizás las cosas les salgan mejor.
Escucho a Gustavo Alfaro hablar de retirarse a descansar, a Diego Cocca decir que se jugará la vida el domingo siguiente, veo lo ocurrido con Juan Antonio Pizzi o Sebastián Beccacece, leo que el Chacho Coudet, todavía campeón vigente de la Superliga, se va a fin de año y en todos los casos creo descubrir el permanente bombardeo al que son sometidos por parte de hinchas, dirigentes y medios de comunicación. Su consecuencia es un desgaste tan sofocante que acaba venciéndolos en cuanto sopla el primer viento en contra.
¿Y el disfrute dónde está?
Muchas veces me pregunto dónde encuentran el disfrute los entrenadores de nuestro fútbol. Imagino que la tensión y el espíritu de supervivencia –porque son eso, supervivientes en un medio muy hostil– les generarán la adrenalina imprescindible para competir y que ahí habrá un punto de goce. Esos instantes fugaces tal vez estén reservados para los entrenamientos en la semana, para cuando se gana un partido jugando de la forma en que se planificó o al comprobar que un futbolista mejora gracias a las enseñanzas recibidas. El costo, en todos los casos, resulta demasiado alto, porque cada partido es una prueba de fuego que se vive con una horrible sensación de ahogo y estrés contra la que no existen los antídotos.
Son demasiados los elementos que conspiran contra la tarea de un entrenador que, por otra parte, hoy tiene que atender más funciones que nunca. La complejidad que ha alcanzado el juego en los últimos años los obliga a profundizar sus conocimientos, los futbolistas están cada vez más demandantes, los planteles se desarman con una frecuencia inusitada, los directivos que evalúan el trabajo no suelen estar futbolísticamente formados, el periodismo fogonea las reacciones del hincha apelando a movilizar sus emociones, y el hincha, gracias a la tecnología, cuenta con más información para analizar cada acción del técnico, cada cambio que realiza.
Por supuesto, todo esto se potencia en los clubes más grandes, donde la visibilidad es mayor, los errores cometidos se ven multiplicados por diez y, al contrario, los tiempos de cocción del equipo se dividen por diez. Entonces ocurre que un entrenador que en un clima pacífico, distendido y sin histerias como el de Defensa y Justicia razona más o menos bien y consigue imponer sus ideas, incluso las más sofisticadas, puede llegar a no sentirse capaz de desarrollar su tarea condicionado por las circunstancias en un ámbito plagado de obstáculos como el de Independiente.
La inestabilidad crónica afecta incluso la relación entrenador/jugador. La gran diferencia a favor de los equipos que realmente saben jugar la dan los matices y los detalles, que es justamente lo primero que se negocia cuando las cosas empiezan a ponerse mal, es decir, cuando llegan los momentos en que se ponen a prueba la convicción y la capacidad anímica de un técnico.
El futbolista respeta a quien dentro de su línea de pensamiento va insistiendo y enriqueciendo el juego, lo va cargando de recursos y de información. Si de pronto, en la búsqueda de un atajo, el entrenador simplifica o directamente elimina lo que desde el primer día fueron conceptos sobre posicionamiento, perfiles, movimientos, triangulaciones y variantes para convertirlos en pelotazos largos para el 9, el jugador ya no sabe qué hacer y, consciente o inconscientemente, deja de respetar a su técnico. El resultado final nunca puede ser bueno.
Salvo en el caso de Marcelo Gallardo, se ven pocos entrenadores con rostros felices en el fútbol argentino. Quizás esto explique por qué aquellos que se van a trabajar al exterior dudan tanto en volver. Los directores técnicos tienen familia, hijos pequeños, y si se les presenta la oportunidad prefieren resignar la pasión y el folclore de nuestras canchas para desarrollar sus carreras en ambientes más relajados y saludables. Nadie puede disfrutar la vida si esta se convierte en un calvario.
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