En la Superliga es imposible jugar mejor
Es imposible que en el fútbol argentino pueda jugarse mejor. Otro torneo que se termina y ratifica una evidencia que ya sabíamos y que puede sonar dura pero es la realidad, una realidad que encierra muchos matices, positivos y negativos.
La primera Superliga nos dejó varios puntos de análisis. Están los jugadores, como Cristian Pavón , sin duda el más destacado por ser factor de desequilibrio permanente en el Boca campeón, por su asistencia casi perfecta, por su perseverancia. Pero también Fernando Gago y Darío Benedetto en su momento, Franco Armani y Lautaro Martínez más tarde, y otros más secretos, menos expuestos a la mirada examinadora de la mayoría pero igual de relevantes en sus equipos, como Santiago Morro García, Ignacio Pussetto o Marcos Díaz.
Están los equipos. Boca con su riqueza y jerarquía individual y su capacidad para aprovechar los escenarios favorables. El Racing renovado, en nombres y funcionamiento, a partir de la llegada de Chacho Coudet. Independiente y su identidad, una marca registrada que jugando a veces mejor y otras peor resulta identificable y muy meritoria en un fútbol como el nuestro. River y su levantada luego de la victoria en la Supercopa, apoyado en las atajadas de Armani y el ingenio que aportó el colombiano Quintero, aunque también su misterio para jugar de un modo en partidos puntuales y de otro muy distinto cada domingo.
Pero están, además, algunas cuestiones generales que me gustaría destacar. Para empezar, algo ya conocido: la competitividad, la paridad que de alguna manera suple la escasez de calidad. El fútbol es un modo de expresión, un arte, y en él se pone de manifiesto lo que uno es, de qué está hecho. Nuestra historia como argentinos se nutre, entre otras cosas, de la capacidad de adaptación para salir adelante pese a todo y para sobrevivir ante las crisis.
Trasladado al fútbol esto se traduce en orgullo y amor propio para no sentirse menos y lograr de ese modo que la incertidumbre gobierne la mayoría de los partidos. A la larga se impone la lógica y gana el equipo con mayor plantel y presupuesto pero en los 90 minutos de juego las distancias son mínimas. Entonces la incertidumbre, un elemento vital para atrapar al espectador, queda garantizada.
Por otro lado se aprecia una evolución saludable en ciertos aspectos. Por ejemplo, la tendencia de cada vez más clubes a mantener una línea futbolística al margen de las fluctuaciones en los resultados para evitar la desorientación a la que puede empujar un fútbol exportador, del cual todo el tiempo se están yendo los jugadores más consolidados y los más prometedores.
También es reconfortante la aparición de entrenadores que ya no recurren a aquella frase tan trillada –"¿Qué querés? No tengo jugadores"– para justificar sus déficits. Maestros como Frank Kudelka, Gustavo Alfaro, Ricardo Zielinski, Diego Dabove y otros muchos encuentran cada vez más futbolistas dispuestos a aprender, y al mismo tiempo logran darles a sus equipos un patrón de juego que excede el sistema táctico y hasta la ausencia o la marcha de alguna pieza importante.
Nadie es Superman
Después, claro, también está lo negativo. El grado de injerencia de los árbitros, el uso ventajista del poder, la inclinación a la trampa, la interrupción del torneo durante dos meses, la disparidad de un calendario que les ofrece a algunos equipos la posibilidad de jugar en su casa la mayoría de los partidos en teoría difíciles y a otros los obliga a lo contrario, la incomodidad de los estadios, el estado de los campos... Sin olvidar la exageración ante la derrota que repercute en los jugadores, les quita creatividad y los llena de temores ante el error. El futbolista necesita jugar con la misma alegría que sentía en su época amateur porque ningún contrato firmado lo inmuniza contra el entorno y nadie es Superman.
La credibilidad sigue en deuda. Se necesita una mayor capacitación de los dirigentes y la creación de organismos independientes que tomen decisiones sin mirar el color de las camisetas. Sé que existe una intención de reestructurar todo, pero también soy consciente del problema de base: los dirigentes no caen de un helicóptero. Ellos también son parte de nuestra sociedad, de cómo vivimos, y en sus acciones nos ponen de manifiesto tal como somos. Ellos, en definitiva, tampoco son ajenos a las variables buenas y malas que conforman el fútbol nuestro de cada campeonato.
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