Hubo miedo en el Monumental
¿Y por ese embeleco de partido fueron cientos a plantarse frente a las boleterías, tres días antes del engaño? ¿Fue por esa jornada de bostezo y tedio que a orillas del río levantaron banderas y gritos que aturdían? ¿Para eso prendieron las bengalas en las orillas de la cancha y arrojaron papelitos y serpentinas que le dibujaron otro cielo a la primavera porteña? ¿Fue para darle la razón a Don Borges en aquella confesión de lo insólito que le resultaban 22 hombres corriendo detrás de una simple pelota?
Miedo es la palabra para nombrar el desatino de fútbol que devolvieron a cambio de semejantes inversiones de esperanza. Temor de River y de Boca, pero especialmente del xeneize, porque tiene mucho más equipo que este millonario que va a quedar en la historia como uno de los peores. Angustia por evitar que River le arrojara una mancha anticipada a la vuelta olímpica que al parecer ni el propio Boca puede impedir. Mientras tanto, los otros equipos pierden puntos devorados por la mediocridad y, salvo Vélez, limpian el camino del equipo de Basile.
El equipo de Núñez tiene terror, por supuesto, a caer una vez más en un año perdido, sin estímulos en las próximas dos estaciones. Atraviesa las semanas de los balances con la columna del haber en blanco.
Por otro lado, el árbitro sintió pánico al momento de cobrar penales que, por lo menos, cometieron dos veces los de la Ribera y una vez los millonarios. El juez fue atravesado por el miedo cuando pudo evitar las brusquedades o el mal genio de Gallardo, que permaneció de regalo en el terreno de juego.
Fue notoria la prepotencia de los centrales de Boca, complacidos en el maltrato a Radamel, atajados de pavor a salir jugando a una sola pelota. Justo ellos, defensores devotos de la rusticidad. Los volantes nunca la pararon en la mitad de la cancha, jamás intentaron paredes, abandonaron muy rápido el sueño de la aventura personal. Y los delanteros se confundieron con esa nada.
Hubo miedo en el Monumental, espanto a la idea de perder. Uno que va a ser campeón y otro al que ya nada pueden quitarle en 2005. Desasosiego ante el vaivén de una pelota odiada que rebotaba en los empeines, los pechos, los glúteos, los carteles de publicidad, en las mil cámaras destinadas a correr tras ella con las tribulaciones de quien persigue una liebre a campo traviesa.
¿Puede creerse que ninguno jugó bien? ¿Habrá ocurrido antes que no existiera el famoso mejor jugador del partido? ¿A quién darle el paquete de yerba, si no había nadie por encima de los cinco puntos, si de los arqueros no hubo ni noticias?
Se ha dicho que "las simplificaciones siempre son peligrosas, hasta las que se hacen sobre uno mismo". Aquellos que esa tendencia ha ubicado en el cielo de los técnicos ofensivos deberían pedir retractaciones de sus mentores, decir que agradecen el gesto, pero que, quien se lo crea, pierde. Esa aprensión de los técnicos y los jugadores fustigó severamente la expectativa. Dejó mal parados a todos los que se encendieron en la alabanza al gran partido del país.
Fútbol pusilánime, de saques laterales o de meta, con apenas un delantero para recibir entre cuatro defensores cuando los arqueros querían rechazar. Recelosos, sin darse tregua ni un instante, al que intentaba disimular la decadencia persistente del partido lo lanzaban a los pies de los ásperos cruzados del estorbo. No se les había visto en años tan apocados para jugar como decididos a impedir, a jugadores que ya se han ganado un respeto grande de los aficionados.
Ni los que hicieron cualquier sacrificio por ver el partido, ni los que apuestan siempre a que los clásicos defraudan, podían imaginar una desilusión que les arrastrara como un torrente escaleras abajo del Monumental. Y diga que Vélez es Vélez, porque de lo contrario, si hubiese perdido con Arsenal no faltarían elogios al "negocio" hecho por Boca. Algo hay quevender y de este partido nadie compra nada.
Ta-ta-taaaa.
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