Punto de vista. Más confusión que progresos
Los periodistas que aprendieron a merodear el despacho del juez Víctor Perrotta con la misma agilidad y conocimiento con que se acercan a un vestuario de una cancha, dan por hecho que el magistrado cerrará hoy la causa de la violencia, sin ninguna suspensión para un fútbol nacional que se fue a descansar sin paz.
Casi un año pasó desde la presentación judicial de la Fundación Fair Play hasta la resolución que esta mañana dará a conocer Perrotta. En el transcurso hubo de todo un poco -desde una primera suspensión que duró dos semanas; una segunda que se dispuso un mediodía y se levantó a la mañana siguiente, y la última para los torneos de ascenso que se derretirá con los calores del verano-.
Lo peor de todo es que al simpatizante común, ése que paga una entrada, grita por sus colores y se vuelve a su casa sin meterse en ningún escándalo, le queda una sensación de gran confusión, sinónimo de que en la lucha contra la violencia se avanzó muy poco. Que la inversión de tiempo en discursos, reuniones, consultas y medidas no rindió ese dividendo tan esperado de un fútbol más seguro, menos peligroso para la vida de cualquiera. Un compromiso tantas veces declamado desde diferentes sectores, pero recurrentemente impracticable.
El 98 se cierra sin el luto de ninguna muerte en el fútbol. Sólo porque la Providencia quiso que los seis disparos y una arma que llegaron a destino humano no acertaran en algún órgano vital.
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Se desembocó en una práctica muy argentina: algunas buenas intenciones para erradicar el problema, bastardeadas por los intereses que siempre están por encima de todo, hasta de una vida. Seguramente, Perrotta se debe haber sentido muy solo en muchas oportunidades. Demandado y sin interlocutores fieles y constantes. En una lucha ciclópea contra enemigos declarados -los vándalos de cada fin de semana- y otros que operan desde la omisión, como algunos dirigentes. Lo metieron en una maquinaria -la del negocio del fútbol- que tritura sin reparar en rangos ni jerarquías.
El derecho de admisión se fue diluyendo, un poco porque su aplicación es engorrosa y muchísimo más por falta de decisión política para llevarlo a la práctica. Los petardos y las bombas de estruendo desaparecían una fecha para resurgir en la siguiente.
El colmo de la burla al decálogo Perrottista se vivió la tarde en que Boca se consagró campeón ante Independiente. La Bombonera se volvió a vestir con las largas banderas -expresamente prohibidas- que cruzan a lo alto la popular y recuperó los sonidos de los bombos que ya no tienen autorización de ingreso. Esa sensación de impunidad, del todo vale y todo se puede, es la que le da pasto a las fieras de las tribunas. Esa imagen es la que debe sentir Perrotta como una derrota personal.
No debe haber nada más injusto que asignarle al juez la misión absoluta de pacificador del fútbol. No es tarea para una sola persona, por más que se reservó durante 12 meses el derecho de suspender la actividad en cualquier momento. Sí molesta y da pena la falta de colaboración, que algunos dirigentes inescrupulosos lo hayan visto como un enemigo que podía interferir en el siga-siga del fútbol a cualquier costo. Quizá Perrotta haya dado algún paso en falso al verse obligado a transitar en un ambiente que no conocía, que seguramente lo fue limitando en su margen de acción. Hoy cerrará la causa sin los avances y resultados que alguna vez soñó. Mientras José Barritta (el Abuelo) ya está libre, el fútbol de estos días no es muy distinto de cuando fue preso.
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