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LAS VEGAS.- El león de mármol de la MGM brilla como nunca. Estoy parado a su lado, en pleno hall del imponente hotel. Son, exactamente, las ocho de la noche, Un hombre, tembloroso, viene hacía mí; no está solo: lo sostienen, de un lado y de otro. Un buzo negro hace juego con el pantalón y los zapatos de charol. Su mirada apunta al león; me imagino una sonrisa recíproca. Muhammad Alí está casi pegado a mí; a un metro. Intento dar un paso. No puedo. Me animo y lo doy. Estiro mi mano y él no puede con la suya. Sus ojos, felinos aún, me miran; su cara brilla más que el mármol; sus labios no se mueven; no hay palabras, no hay gestos. El silencio lo envuelve todo. Doy un paso para atrás; otro.
Ahora estoy a otra distancia; unos dos metros. Alí le da la espalda al león. Los flashes rebotan contra el mármol y su cara pétrea. Algunos se acercan y lo tocan; otros, no se animan; todos lo admiran.
Me alejo un poco más. Creo verlo saltarín, burlón y ganador; con los brazos en alto.
Camino y, desde unos veinte metros, lo observo otra vez. Creo que no aumentó ni un gramo, aunque la balanza diga ahora que tiene unos diez kilos más que en su época de campeón; cada vez estoy más lejos; cada vez lo veo más ágil; con los brazos bajos, ofreciéndole la cara al adversario. Miro otra vez. Ya no me alejo. Alí se va, lentamente, pero se va.
Vuelvo al lado del león. Tengo frío; tengo calor. No sé lo que tengo. No sé lo que me pasa.
Vuelo con mi imaginación. Lo veo a Ringo Bonavena de rodillas frente a Alí, en aquella noche en la que el hombre de Parque de los Patricios por poco le gana en el Madison Square Garden; Ken Norton parece que estuviese caminando por los pasillos del MGM; no me olvido de la blanca dentadura de Joe Frazier ni de aquel Alí que, un buen día, le dijo no al ejército de su país que peleaba en Vietnam.
Levanto la vista. Ya no lo veo a Alí ni al león, casi. No veo nada. Sólo estoy seguro de una cosa: viví diez minutos inolvidables...