Opinión. Prohibido olvidarse de esos 60 minutos de terror
LEIPZIG, Alemania.- Cuando llegó la hora del todo o nada, a esta selección argentina pareció caérsele encima la responsabilidad de los 20 años de frustraciones mundiales. Ese enorme peso le agarrotó las piernas, le nubló la cabeza, le quebró el espíritu y la convirtió, de pronto y durante una hora, o algo así, en un equipo del montón, el que no había sido en el triunfo contra Costa de Marfil, mucho menos en la gloriosa goleada contra Serbia y Montenegro y ni siquiera en el empate en cero contra Holanda.
Al percibir el escenario, el entrenador hizo lo que tenía que hacer -lo que todos querían que hiciera- y, aun así, eso apenas alcanzó para corregir en parte lo que parecía no tener solución, porque la tragedia futbolera se respiraba en el ambiente.
Sólo se disipó tamaño presagio con ese zapatazo formidable de Maxi Rodríguez, corrido a la derecha por el mismo Pekerman y desde allí otra vez decisivo, como contra los serbios lo había sido por la izquierda. Pero ese genial zurdazo (maradoniano, cómo no), el que desató la fiesta, el que hizo atronar las bocinas y flamear las banderas a lo largo y a lo ancho de la Argentina, no debe tapar los oídos ni los ojos al mensaje que este partido ha dejado: repetir una actuación así contra Alemania, por los cuartos de final, equivaldría a reservar pasaje de regreso al país para el día siguiente.
Hace casi un año exacto, en esta misma tierra y ante el mismo rival, otra selección de Pekerman protagonizó un partido idéntico, con la única diferencia de que aquel se ganó en la definición por penales, después de la igualdad 1 a 1, y en este se ganó con un tremendo golazo en el tiempo suplementario. Por lo demás, así como aquella vez debió haberse ido expulsado Coloccini, está vez debió haber visto la roja Heinze, por ejemplo, y fue algo nuevo, también, que a la Argentina le anularan un gol lícito, de Messi, aunque se compensa con la discusión sobre si hubo empujón de Crespo a Borgetti en el gol, o no. Por lo demás, igualito, igualito. Y se dijo, entonces, que jugar así contra Brasil la final para la que se había clasificado, por la Copa de las Confederaciones, sería un suicidio. Lo fue: la Argentina perdió 4 a 1.
El mensaje es ese, entonces: aprender las lecciones que estos 120 minutos han dejado, pero sobre todo los primeros 60.
Cuando se dan partidos así, donde una desprolijidad defensiva a los 30 segundos de juego termina con Scaloni revoleando la pelota al corner y emitiendo una señal de mal augurio, los responsables de cambiar la historia, a falta del minuto basquetbolístico y hasta que el DT decida los cambios, deben ser los jugadores más representativos. ¿Juan Román Riquelme asumió esa responsabilidad? No, pero vale apurarse a aclarar que esta es sólo una opinión en el mar embravecido de discusiones que genera el N° 10 de la selección en este Mundial.
Quienes sí sostuvieron lo que pudieron fueron los Ayala y los Abbondanzieri. Quienes sí intentaron quebrar lo que parecía un fatal designio del destino fueron los Messi, sobre todo, junto con los Aimar y los Tevez. Quien hizo lo que pudo fue Mascherano y quien hizo lo que debía hacer fue Maxi. ¿Hay que recurrir a ellos y a su espíritu para encontrar el camino? Si es cierto que cada partido es una historia, así como es difícil que la Argentina tenga otro tan bueno como contra los serbios es posible que no tenga otro tan malo como contra los mexicanos. Porque lo que sí es cierto es que Alemania no perdonará como México sí lo hizo.
Por lo demás, variantes sobran y el responsable de ponerlas en juego las usa: con las lecciones que dejó este sufriente partido bien aprendidas, no es una utopía pensar que ese gol de Diego a los ingleses, que todos disfrutan en los entretiempos de Alemania 2006, puede dejar de ser el símbolo del último título mundial conseguido por la Argentina. Quizás en un par de semanas sea, por que no, sólo el mejor gol de la historia.
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