Sin triunfo no hay nada: el efecto adverso de México 86
Conviene poner a salvo a la selección del 86. Ninguna crítica a ese equipo campeón, todo lo contrario. Simplemente, es la reseña de que a partir de ese triunfo se impuso un mensaje que necesitaba ganar para no morir. Un mensaje con alta dosis de crueldad, pero muy sencillo de digerir: ¿quién puede despreciar la victoria? México 86 consiguió una enorme caja de resonancia en un país que apenas había salido una sola vez de los campeonatos morales. Y como muy pocos analizan los valores en el éxito, la fidelidad parece irrompible. Salvo por el paso del tiempo que, finalmente, pone en evidencia los malestares del legado. Porque México 86 también sembró una herencia de salubridad muy discutible.
Desde ese triunfo, se postularon las premisas de una nueva tendencia: el bilardismo. Su donación por excelencia fue la importancia única de la victoria y la vergüenza de la derrota. Treinta años después, sus daños bañan la actualidad: tres subcampeonatos consecutivos del seleccionado parecen indignos. Entronizar a los ganadores ha difuminado la frontera entre el bien y el mal. Todavía hoy Bilardo grita a quien lo quiera escuchar: "Del segundo nadie se acuerda. Yo no conservo ninguna medalla de segundo puesto. El segundo es el primero de los perdedores". Únicamente se trata de medir todo en función de lo que se gana y lo que se pierde. Una peligrosa distorsión que desde la conquista en México profundizó una corrosiva invasión.
Y desde ahí produjo un daño muy superior a los beneficios de sus logros. Vació de contenido la discusión. Si todo se mide con los valores absolutos de gano/sirvo, pierdo/no sirvo, no hay manera. No se puede oponer ningún argumento razonable a ese enunciado, porque pierde. Luego, Italia 90 hasta intentó legitimar la trampa. "Aquello fue un fracaso", insiste Bilardo desde su mentalidad. Y esta vez acierta: fue un fracaso. No por perder en la final ante Alemania con un discutido penal, sino porque el recorrido hasta el desenlace estuvo tapizado de deslealtades y victimismos.
En cualquier caso, lo que no consiguió el bilardismo fue el triunfo cultural. Porque si bien la cultura del éxito seduce al auditorio, lo afilia inmediatamente, luego se suceden los sinsabores. Se derrumban algunas máscaras. Porque ya no hay contenido. Si no hay triunfo, no hay nada. Y atención aquí, porque en los ocho años de gestión de Bilardo entre 1983 y 1990, la Argentina ganó 28 partidos y perdió 23. Una singularidad estadística fuertemente relacionada con la presencia o la ausencia de Diego Maradona en el equipo. Entre las Copas América de 1987 (en la Argentina) y de 1989 (en Brasil), la selección sólo venció en tres de los 11 partidos que disputó. Entre ambos mundiales, México 86 e Italia 90, la Argentina apenas conquistó seis de los 30 encuentros que jugó, entre oficiales y amistosos. Anticipando lo que Bilardo condenaría luego como fracaso.
Entonces vuelven algunas viejas ideas. Y regresan con una forma diferente de la original –cuando históricamente fue siempre muy clara la diferencia entre aquello que merecía admiración y aquello que no–, pero regresan. Y aparece la innegociable ambición de Marcelo Bielsa y el noble amateurismo de José Pekerman, para citar un par de referencias loables.
Como siempre, la vocinglería desatada en torno a lo obvio –el fin, ganar– impide el debate sensato y coherente sobre los caminos que conducen a él. Causando en definitiva una perniciosa confusión: con tal de ganar esta Copa América Centenario, a Gerardo Martino ya no le importaba el cómo. Seguramente lo dijo por consideración con sus futbolistas, pero el fútbol no se caracteriza por su piedad.
En México se impuso un mensaje que necesitaba ganar para no morir. Un mensaje con alta dosis de crueldad: ¿quién puede despreciar la victoria?
El título en México le entregó a Julio Grondona las llaves de la AFA a perpetuidad. También su pasaporte hacia la FIFA. Blindó su poder político hasta hacerlo inoxidable. Y Grondona le devolvió su gratitud a Bilardo regalándole un infame protagonismo cuando ya no había necesidad. Bilardo fue el padre de la generación del 86…, que sólo trajo disgustos. Incluido a Maradona como DT de la selección: la idea que sacó de la galera el clan de Sarandí cuando parecía inevitable la convocatoria de Carlos Bianchi para entregarle el comando del equipo nacional.
"Lo que está pasando es mi culpa, yo pedí que les dieran lugar a los del 86. «Acá los tenés», me dijeron; ahora digo que es culpa mía", se sinceró alguna vez. Pero siguió. "Si ganás, está todo bien. Y si perdés, hay que salir por la puerta de atrás", también sentenció. Según su singular criterio, tendría que haberse marchado tras Sudáfrica 2010 o luego de la Copa América 2011. Esa persistencia contra toda lógica le acarreó el último distanciamiento con Maradona, que perdura hasta hoy. Aceptar responsabilidades, pero desentenderse de sus consecuencias: como efecto del resultadismo es por lo menos paradójico.
El espesor de su contenido es lo que hace indestructible y admirable a una escuela. El bilardismo se encargó de autoboicotearse: vale sólo si gana. Él mismo eligió ser una pieza de descarte.
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