Grupo C | El seleccionado. Todo sirve contra los malos augurios
Las cábalas conviven con la Argentina: algunos entran en la cancha con el pie derecho y siempre se respeta la ubicación en el ómnibus y en el banco de los suplentes; Riquelme es uno de los que más ceremonias cumple y, claro, los ritos también se extienden al cuerpo técnico
HERZOGENAURACH, Alemania.- La Argentina se impuso en el primer partido del Mundial, como ocurrió en Corea-Japón 2002. Y ante un rival africano, igual. Y ahora el fixture impone el cruce con un oponente europeo, Serbia y Montenegro, que no pudo ganar en el estreno, como hace cuatro años sucedía con Inglaterra, otro del Viejo Continente. Y José Pekerman introduciría una variante, Lucho González por Cambiasso, como en la Copa anterior dispuso Marcelo Bielsa con el ingreso de Kily González por Claudio López del estreno al segundo encuentro. Y aquel cotejo ante los ingleses se disputó en Sapporo, sede de un estadio que tenía la particularidad de ser totalmente cerrado. Mañana, en Gelsenkirchen, la Argentina jugará en un escenario que cuenta con un techo corredizo y la FIFA ayer confirmó que lo cerrarán porque el sol perturba la visión y perjudica las transmisiones televisivas ¡Basta de agitar fantasmas!
Todos se escapan de los pronósticos agoreros. Entonces, qué mejor que tener a mano pócimas protectoras, conjuros divinos o un elixir salvador. Nada de eso existe, se sabe, pero el folklore del fútbol, históricamente, le ha dado cobijo a creencias y hábitos que por repetidos se volvieron ley. Los ritos y las cábalas se instalaron definitivamente en el equipaje de cualquier delegación que sueña con escalar hasta la cima y se aferra a la idea de que en el camino tendrá que espantar maleficios. Manías, promesas... Casi todos los tienen. Desde los supersticiosos hasta aquellos que abordan la vida desde un costado más pragmático. Si hasta los que asumen el fútbol como una cuestión cientificista también se arrodillan ante el mandato de lo imaginario. Y este plantel no escapa a la norma general.
Dicen los practicantes que las cábalas no deben conocerse porque pierden su encanto guardián o benefactor. Pero las que se realizan en público escapan a esa normativa tácita. Entonces, cuando ingresan en la cancha, antes de pisar con el pie derecho, Ayala, Crespo, Maxi Rodríguez, Mascherano y Heinze se agachan, tocan el césped y se persignan. Claro que esa fila de once que ingresa también sigue un ritual: Sorin la abre y Riquelme la cierra. El capitán ingresa con una botellita de agua y va tomando pequeños sorbos, hasta que la arroja a un costado justo en el paso previo a entrar en el campo de juego. Después de los himnos y antes de romper filas, el ¡Vamos, carajo! de Juan Pablo es otro eslabón infaltable.
Justamente, frente al himno cada uno guarda su particular estilo. Ayala y Sorin, desde hace años, se llevan la mano derecha a la altura del corazón, ahí donde la camiseta lleva bordado el logo de la AFA. Y desde el debut con Costa de Marfil se sumó Crespo a los legionarios de esta creencia. El cuarto que repite la escena, aunque desde el banco, es Coloccini. Todos los demás entrelazan sus manos detrás de la espalda. Por otro lado, cada vez que suena la canción patria, otros dos jugadores atienden una rutina diferente; se trata de Riquelme y Cambiasso, que en lugar de mirar al frente clavan sus ojos en la bandera argentina que, a un costado, sostienen los chicos de la organización.
Mientras desde hace unos días el Chino Fernández, uno de los kinesiólogos del plantel ya no luce sus habituales bigotes ("ahora la cara le queda demasiado ancha", es la broma repetida que no le da tregua), víctimas de vaya a saber qué tipo de ofrenda, Riquelme es un caso especial por la multiplicidad de ceremonias que despliega. Ingresa con el pie derecho y avanza seis saltitos consecutivos sin apoyar el izquierdo y, después de la foto del equipo -también debe respetar ciertas posiciones, según los titulares- se quita un rosario, lo besa, lo guarda en la mano derecha, llega hasta el borde de la cancha y se lo arroja a Aimar, que lo espera en el banco. Nada puede fallar.
Las ubicaciones adquirieron un lugar preponderante y deben respetarse fielmente. Los asientos donde cada uno se acomoda en el ómnibus que traslada a la delegación son inamovibles. Allí siempre está Pekerman, delante de todo y de todos, en la primera butaca de la derecha si se atiende la dirección del vehículo. Y en la cancha es igual. ¿Cómo se acomoda el cuerpo técnico en el banco de los suplentes? Ya está diagramado: de izquierda a derecha, el Chino Fernández, Tucho Villani, el Pato Fillol, Gerardo Salorio, Eduardo Urtasun, Néstor Lorenzo, Hugo Tocalli y en el final, José. Son ellos mismos, con algunos apellidos que se han ido agregando con los años y otros que faltan aquí -el entrañable kinesiólogo Raúl Lamas-, los que mantienen una costumbre que nació en enero de 1995, en Bolivia, en el primer sudamericano del ciclo Pekerman: tras cada gol de la selección, se abrazan en una emotiva rueda.
El recorrido por las cábalas podría detenerse en decenas de estaciones. Como las de Gabriel Batistuta, que en Francia 98 se subía el cuello de la camiseta - by Eric Cantoná - y cerraba los ojos mientras entonaban el himno, o la que utilizó en Corea-Japón 2002, cuando posaba con la rodilla derecha sobre el césped en el momento de la tradicional foto del equipo. O Diego Simeone, que en las copas de 1994 y 1998 había pegado en las paredes de su cuarto recortes de diarios y revistas con imágenes de los rivales para motivarse gritándoles que no les iba a permitir que le robasen su sueño Mundial. No hay ni que explicar que no existe conjuro que pueda con el destino. Porque todos saben que las brujas no existen. Pero, por si acaso
- Bilardo no cruzaba ni con la barrera alta
Cuenta la historia que en 1985, antes de un match en River, el ómnibus que trasladaba al plantel argentino se detuvo varios minutos en un paso a nivel para cruzar Lugones por la demora de un tren. Ese día, el equipo ganó. A partir de entonces, antes de cada partido como local, el DT Carlos Bilardo hacía detener el vehículo en el mismo lugar, aunque la barrera estuviese alta.