Opinión. Uno más sentado en el cordón de la vereda
HERZOGENAURACH, Alemania.-Cuando empezó a ganar esa plata con la que ni siquiera jamás había soñado, una de las primeras inversiones que hizo Román fue abrir un negocio en la villa San Jorge con mesas de pool y metegoles, en los que despuntaba el vicio con los amigos de siempre. Huidizo e introvertido, esquivaba todas las invitaciones que le acercaba ese mundo de reflectores que comenzaba a abrirse a sus pies. Siempre había sido igual. En 1985 lo habían descubierto en un baby cerca de Don Torcuato y cada vez que lo iban a buscar para sumarlo a las infantiles de Defensores de Bella Vista, se escondía en los pasillos de la villa. Convencerlo en 1989 para que se fuera a probar en River y en Platense había resultado una tarea titánica. Y para qué, si después lo rechazaron de ambos clubes.
Jamás entendió que una persona tuviera que cambiar su esencia, su estilo, por jugar al fútbol. Por más bien que lo hiciera. Por eso no recuerda fechas ni retiene premios. También, olvida los elogios. A los 18 años parecía un pibe cualquiera, con un gorrito de Boca y un vaso de gaseosa sentado en el cordón de la vereda, frente a un puesto de choripanes. Nadie lo reconocía. El disfrutaba con ese anonimato. Parecía uno más entre la indiferencia de los rezagados que abandonaban la Bombonera. La penumbra invadía aquel 10 de noviembre de 1996. Los xeneizes le habían ganado por 2 a a 0 a Unión. Pero en la memoria colectiva se grabaría aquel día como el del debut de ese flaco medio desgarbado que a los 74 minutos del partido había recibido, espontáneamente, el bautismo popular con un Riqueeeeeeeeeelme/Riqueeeeeeeelme que luego se patentaría. Era el mismo que un rato después estaba sentado con sus amigos en el cordón de la vereda.
Muy pocas veces cruza la frontera de la timidez para dejar escapar su intimidad. Lo incomoda el protocolo tanto como las exposiciones publicitarias. Ama jugar al fútbol, pero mira de reojo y hasta con desprecio toda su periferia. En esta selección se siente entre amigos y por eso se lo nota más desenvuelto. Igual, la guardia no la baja nunca. Por si acaso. Asume con naturalidad su liderazgo, pero no se exhibe más importante que ninguno. Es uno de los abanderados del fervoroso espíritu de grupo que caracteriza a este plantel. El estaba hace unos días en una habitación del hotel HerzogsPark cuando entre varios recordaron un nombre y una escena que les pareció una síntesis perfecta de lo que piensan: el tanto de Pedro Pablo Pasculli a Uruguay, en los octavos de final de México 86. ¿Por qué? Porque Pasculli jugó ese partido y nunca más, pero su gol consiguió el pasaje a los a cuartos, camino al título. El es distinto, pero se siente uno más. Uno más sentado en el cordón de la vereda mientras pasa la multitud.
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