El continuo balar de las ovejas y el repiqueteo de las tijeras forman parte de un ritual que aún perdura
En el tiempo en que crecía, se encerraba "la oveja" –así en singular se decía–, para proceder a la esquila. En la provincia de Buenos Aires, el Sur era mayormente dominado por el ganado ovino. Lincoln, Corriedale, también Merino argentino y australiano fueron las razas más frecuentes.
Pocas tareas de las que pude presenciar en el campo han tenido el tan curioso encanto de aquellas tardes de esquila en el galpón.
Nos obligaban a dormir la siesta, cosa que desde luego no hacíamos, y nos tenían prohibido aparecer por allí para no molestar –por no ensuciarnos más bien–, al equipo de esquiladores.
¿Qué nos atraía? Sería, en principio, aquel entrecortado, inmenso coro que arma el continuo balar de las ovejas en esas circunstancias, apretujadas desde temprano en los corrales. O tal vez fuera aquella atmósfera densa de calor que se respiraba adentro, algo turbia en la penumbra cuando llegábamos encandilados, después de atravesar a sol rajante varios cuadros.
Es que estábamos ya en los meses últimos del año, casi tocándose con la época de la trilla. Sería ese ambiente inquietante, enardecido casi por la rapidez de cuarenta tijeras repiqueteando sin perder un segundo. Brillantes de sudor los cuerpos de aquellos hombres, brillantes a contraluz los pisos por la gratitud de la lana y en una escena casi surrealista, veíamos tendidas en el suelo con las patas atadas, o ya sostenidas entre las piernas, las ovejas, a medias despojadas de sus vellones algunas, otras correteando ya libres y livianas, en tanto se escuchaba el grito de "¡Lata!"
De ese curioso modo se llevaba a cabo el conteo de lo que se iba a pagar: lo supimos más tarde. Al fondo, por allá, andaba el que daba las latas, con la mugrienta bolsa entre las manos. Las más chicas eran para pagar las ovejas, las grandes correspondían ya al carnero.
Largas horas interrumpidas cada tanto cuando se traían las jarras de limonada con hielo, y aunque el ruido no cesaba nunca, se iba bebiendo en turnos, tal la efervescencia del ambiente reinante. Todo aquello nos parecía esplendoroso, cuanto con más desorden se viera todo al fin de la jornada.
Gran alboroto ahí dentro, mucho grito y por ratos jarana, chanzas, alguna ráfaga de caña. Grandes los ojos mirando todo aquello estupefactos. Hoy, diría, una visión extraña e hiperbólica, y del todo infrecuente en nuestras pampas.
He presenciado esquilas actuales, y en esencia no difieren demasiado de aquellas, más allá de las rasuradoras eléctricas, que han tapado con su estridencia el glorioso vaivén de las tijeras, yendo y viniendo constantemente, afiladas cada tanto sobre piedras gastadas.
Ana María Gil Champredonde