El autor de "Un viaje al país de los matreros" (1897), agudo retratista de la vida en la extensa ribera del Paraná
Desde los campos bajos donde la canoa es el caballo y el gaucho es pescador llega la voz de José S. Alvarez.
Nació en una vieja casona de Gualeguaychú, Entre Ríos, en 1858. Los primeros doce años de su vida los pasó en Campos Floridos, una estancia de la zona. Se educó en la patria chica y partió arrastrando esa huella barrosa. A los diecisiete años llegó a Buenos Aires, según sus propias palabras, con muchos deseos de no morir de hambre. Se inició en el periodismo colaborando con el diario El Nacional y más tarde trabajó para los periódicos La Pampa y La Patria Argentina. Luego fue cronista parlamentario de LA NACION. Aunque firmó también como Fabio Carrizo y Nemesio Machuca, Alvarez fue conocido como Fray Mocho, su seudónimo más popular.
A los 27 años fue designado comisario de la Policía Federal, silenciando al escritor durante años hasta que aparecen Memorias de un vigilante , donde describe las mañas del mundo del hampa. Tiempo después vuelve al litoral a contratar personal entre la población de la zona costera como oficial de Marina. Su profunda raíz litoraleña y aquella expedición inspiraron su obra más famosa: Un viaje al país de los matreros . El libro apareció publicado en 1897, ilustrado con grabados del español Francisco Fortuny y subtitulado entonces Cinematógrafo criollo.
Explorador atento, Fray Mocho fue abriéndose camino con el machete de sus descripciones, inundando de imágenes sus narraciones, trazando en finas pinceladas al gaucho de los esteros. Sus anotaciones son empujadas por la correntada, laten con el pulso del río, son bandadas que vuelan sobre el papel, expresiones como cortaderas. Las orillas son los puntos y los acentos, juncos distribuidos. Por allí vuelve el paisano mascando un pastito, vadeando charcos junto a dos perros cruzados de cicatrices. Y unas páginas más allá, sobre una canoa atada al reflejo de la luna, espera que la empuñen la escopeta.
Alzados en los bajos
En esas tierras bajas viven los desheredados, allí no llega el brazo de la ley. Infelices de ropas gastadas, refugiados que un día partieron al trote hasta ser una sombra en el monte y ahora sobreviven en aquellos parajes. Gente sin nada que perder, hombres de miradas torvas y melenas crecidas, embrutecidos por el aislamiento, alzados sin más que un porrón de salmuera y un cuchillo. Desertores, cuatreros, despreciados y rebeldes que terminaron en una miserable ranchada de barro y paja, listos para pegar un salto a su flete y salir disparando por un surco desconocido.
De día, mientras esa gente intentaba pescar sábalos, Fray Mocho recogía detalles bajo la vigilancia del chajá. O andaba entre los cazadores de nutrias, avanzando entre esteros de olor penetrante. En noches de fogón, ellos susurraban y vigilaban de reojo el matorral que los cobijaba, mientras que con el rostro iluminado de naranja Fray Mocho anotaba las supersticiones de aquellos desterrados.
Periodista de raza y retratista certero, siguió explorando nuevas geografías. Con ese afán fundó y dirigió la revista Caras y Caretas , sintetizando el espíritu irónico de una época, logró "hacer hablar" tanto al matrero como al compadrito, al ladrón, al vendedor ambulante, al lechero, al esnob, al gringo y al tilingo. Son las miradas que recuerda de su largo peregrinar, son las manos que alguna vez apretó. Alejado de la solemnidad y con mirada propia continuó pintando tanto escenas camperas como del arrabal porteño: mayorales, vigilantes, lavanderas, orilleros, bomberos, pardos, negros, milicos y malevos de esquina. Fray Mocho retrató la pequeña historia sin despreciar y no se limitó a la pincelada costumbrista sino que enfrentó ideas, contrastó formas de vida. Muchas de esas páginas aún permanecen olvidadas.
Su semblanza del Litoral perdura como su voz más auténtica. Después de 110 años los matreros siguen viviendo en aquellas páginas misteriosas, arrastrándose entre la sombra de sus palabras, ocultándose en los mismos refugios, listos para salir disparando.
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