Rincón gaucho. En Los Aromos, que es un poco La Escondida
Hace casi dos años que soy dueña de un pequeño rincón en General Rodríguez. Sobre madera está escrito: Los Aromos. Las circunstancias de la vida y cómo terminé ahí no tienen mayor interés.
Hay abundancia de árboles, entre ellos, una bellísima araucaria, llena de soledad puelche o pehuenche. Además, dos magnolias, jazmineros, un cedro al que he llegado a amar de veras, tres aromos que justifican el nombre de la quinta, un eucaliptus, un nogal, ciruelos cuyas ramas caen al suelo bajo el peso de su ofrenda, una higuera y frutales que por agosto empiezan a mostrar flores. Había rosales diseminados que trasplanté y reuní contra unas rejas, a un lado del jardín, para que se entremezclen sus colores y alegren la vista.
Se llega a mi refugio por una calle bordeada de eucaliptus añosos que son los de mi infancia, aunque nunca me habían visto pasar.
Pero no sólo es el parque; también está la casa y ocurre que también la conocía. Están la chimenea y la crepitación del fuego. Y hay un bar, amigable y acogedor, con sus copas colgando y sus botellas de tinto. En el comedor reencuentro la pesada mesa y sobre un estante las cartas para improvisar un chinchón o una escoba del quince. La cocina es grande y generosa, y en ella -igual a lo que vi antaño- las mujeres tenemos espacio para trabajar y conversar, mientras nos reímos y nos contamos cuitas, o cosas parecidas.
Afuera, el quincho con su parrilla, burguesa e infaltable como en cualquier casa de fin de semana, lo mismo que la pileta. Cuando labores y obligaciones lo admiten me aíslo en la quinta, tras el gran cerco de ligustrina. Han pasado años, pero, lejos de lo imaginado, no me encuentro sola. Tengo algunos vecinos con los que comparto sábados y domingos. El asado o el mate son pretextos para que se acerquen Víctor y sus hijos, Juan y Angela; Patricia y Andrés; Alfredo y Gladis, y Germán, hijo de éstos. Y cuando Mary, mi consuegra, viene desde Bahía Blanca, todos la esperamos con cariño. Muchas veces nos acompaña Silvia, amiga entrañable. Conversamos, disentimos, escuchamos música, bailamos y nos divertimos. Todo en buena camaradería, pese a que a veces se discute fuerte. Como Patricia y Andrés no tienen la casa terminada, duermen en la mía. También lo hace la familia de Alfredo, que trabaja en la construcción de una y la refacción de la otra. Nos distribuimos en los dos dormitorios e incluso, muchas veces, alguno de nosotros pasa la noche frente al fuego encendido: es el placer sencillo de estar en compañía de gente dispuesta y alegre. Cada uno tiene sus problemas, pero los dejamos del otro lado del gran portón verde que nos separa del mundo y abre paso a este refugio luminoso.
No hace tanto, en un libro que se llama Recuerdos, tan sólo recuerdos, detallé momentos felices de mi infancia en La Escondida, San Andrés de Giles. Soy consciente de que quise reproducir en Los Aromos esos recuerdos impregnados de tierra criolla, para salvarlos, para aferrarlos a la memoria y asegurar que no se irán, si acaso eso es posible. Y me detuve en minucias que a veces son lo que más vale. Por eso, cuando amplié la galería que circunda la casa, se colocó un piso de ladrillos con junta tomada, como había entonces. Ese mismo piso se repite en el quincho y también bordeará la casa de huéspedes, ubicada en el fondo del jardín.
Hay más: dos vecinos nuevos son amigos antiguos: Patricia y Andrés. Ellos compraron el terreno lindante y tenemos pensado construir una cancha de bochas entre ambas propiedades, capricho mío para comprobar si sigo siendo campeona.
Durazneros
También estoy plantando durazneros en procura de un sabor irrepetible. En el interior de la casa, en la zona del comedor atraviesan tirantes de madera, igual que allá, en La Escondida. Las paredes reproducen aquel color blanco y las celosías, el verde inglés. Sí, más lejos no está la tierra con sembrados o con rastrojos, ni los animales se aproximan al cerco; quiero volver a ser la que era pero es imposible. Es verdad: esa lejana casa es una sombra en la memoria y a ésta la habito hoy, con demasiados recuerdos añadidos. Pero no hago mal en hacer lo que hago, que es disimular pérdidas y placar nostalgias. Aquellos pájaros que cantaban encantando el aire también cantan ahora, pero los pájaros, canten donde canten, cantan para mí en La Escondida. O en Los Aromos, no lo sé.