Es la obra que inició hace más de 20 años Oscar Marzol en Iriarte, un pequeño pueblo a 350 km de la capital
Por la ruta 7, cuando ya está por caerse de la provincia de Buenos Aires y entrar en la de Santa Fe, ahí está Iriarte, que así se llama la estación ferroviaria y tal es el nombre usual de la población de unos 1000 habitantes, aunque el formal sea el de Colonia San Ricardo. Nos hallamos en el partido de General Pinto, a unos 350 kilómetros de la Capital.
Buenos campos, más bien dedicados a la agricultura. De pronto se sale del asfalto y se sigue una diagonal de tierra, con bordes arbolados y que parece dirigirse a Iriarte cortando camino. El viaje nos lleva, sorpresivamente, a una comarca ajena en el tiempo y encendida de nostalgias.
Un museo. Un museo en medio de la pampa, por obra y gracia de alguien que ha tenido el capricho venturoso de rendir homenaje a las generaciones anteriores. O casi, diríamos, simplemente a la generación anterior, todavía corporizada en las canas, las arrugas y el paso lerdo de sus sobrevivientes. Es un museo dedicado al trabajo que ennobleció a esa gente, a las tareas rurales tal como se conocieron hace 50, 60, 70, 80 años.
No es un museo de armas y de trofeos, de banderas y de lejanías reconocibles sólo en lo legendario. La tarea que al respecto ha encarado desde hace veintitantos años Oscar Marzol es ejemplar y significativa. No está ahí la pampa bárbara sino la otra: la pampa gringa del colono y de las cosechas. Inevitablemente, uno piensa en don Alberto Sarramone, que tanto y tan bien ha hablado de esa etapa asimismo clásica en nuestros recuerdos de patria.
Se atesora en galpones una colección invalorable de herramientas, enseres y máquinas rurales, sin duda carente de parangón en el país y en la región y con muy pocos quizás en el mundo. Porque, ¿dónde encontrar un tractor de vapor, o el motor del mismo tipo que hacía funcionar esos dinosaurios de metal, dónde una de aquellas inmensas trilladoras de empuje, usadas cuando con el furgón de campo se salía a las tareas en que participaba una mansa caballada y encerraba un infaltable horizonte erizado de parvas?
Testimonios de la historia
Hay sembradoras de una, dos y tres hileras, cosechadoras, desmontadoras, cintas para elevar bolsas con engranajes y poleas, aperos, aparejos, carruajes, los últimos arados de reja y los primeros de disco. Y hay malacates giratorios, con o sin canjilones, molinos de agua y de generación eléctrica y también algunos iniciales equipos electrógenos utilizados para el bombeo de agua, y hasta una imponente grúa tipo puente.
Marzol no se contenta con haber reunido esa colección impar y mostrarla parsimoniosamente a vecinos, a curiosos forasteros y a escolares de las cercanías. Con la ayuda de devotos colaboradores hace funcionar las máquinas y ante el asombro que provoca un descomunal tractor de ruedas de acero, remata, para acrecentar nuestro pasmo: "Y hasta salió al campo y se lo usó en la cosecha". Y todo malacate da agua y un gran generador alemán, tras ruidoso esfuerzo, consigue que brote un chorro gigantesco que llenará en minutos el tanque australiano.
Además, hay vejeces entrañables propias del campo, aunque no sean en sí instrumentos rurales sino testimonios de profesiones antiguas. Una noria copia la de Abott en que abrevaron los caballos con que Lavalle perseguía a Dorrego. Y los rieles sustentan una locomotora de 1905 -una "cuatro más seis" con ténder, que resopló sobre las vías del Buenos Aires al Pacífico y seis vagones: un tanque, cuatro "cajas", entre metálicos y otro de madera y el consabido furgón de cola. Hay una réplica de la estación Iriarte, una zorra con su casilla, remotos durmientes de chapa y de varilla, tanques para calmar la sed de las locomotoras.
Atrás, tras la cerca, dormita otra quijotada añosa ya de treinta años: un botánico agreste, con especies múltiples y hermosas. Pero ésa es ya otra historia.