Al monstruo de las retenciones se lo movió y empezó a hacer desastres. La decisión del Gobierno de suspender por seis meses la baja de los derechos de exportación a la harina y al aceite de soja y eliminar a partir de marzo próximo el diferencial arancelario de tres puntos porcentuales entre el poroto y los derivados abrió una grieta en la cadena productiva.
Por un lado están los que sostienen que ese diferencial arancelario vigente desde hace casi 30 años significó una transferencia de ingresos desde la producción hacia la industria, que le permitió financiar las plantas de crushing y los puertos asentados a la vera del Paraná.
Por el otro, están los que dicen que ese diferencial sirvió para agregar valor a la materia prima, mejorar la capacidad de pago de la industria y fue esencial para responder al esquema arancelario de regiones y países importadores, como la Unión Europea o China, que fija tributos más elevados al producto procesado que a la materia prima.
Estos criterios divergentes no se debatieron en una reunión académica con el aporte de argumentos y números de uno y otro lado que permitieran arribar a una conclusión de consenso mínimo. Como suele suceder en la Argentina, la urgencia de corto plazo es la que domina y así se cerró el debate. Tras una depreciación del peso de 57% en lo que va del año y frente a la necesidad de bajar el déficit primario de 2,7% del PBI, en 2018, a 1,3% en 2019, según lo acordado con el FMI, el Gobierno decidió que era momento de echar mano a los recursos del sector privado. En parte lo reconoció en los fundamentos del decreto que suspendió la baja, cuando afirmó que la reducción se adoptó por "la necesidad de fortalecer la situación fiscal y la conveniencia de armonizar alícuotas aplicables".
Hasta poco más de un mes el presidente Macri había dicho que no iba a haber cambios en el esquema de las retenciones, pero ante los ruralistas de la Mesa de Enlace también reconoció que había presiones de su propio equipo de gobierno para que las modificara.
En el Gobierno argumentan que se cumplió con la palabra presidencial porque las alícuotas seguirán bajando hasta diciembre de 2019 cuando deben quedar en 18%, tal como se anunció en octubre de 2016. Esa decisión deberá resistir la tensión del estrés cambiario y del comportamiento de la economía, influidos por variables que se manejan muy lejos de la Casa Rosada como la depreciación de las monedas de los países emergentes o el nivel de la tasa de interés de la Reserva Federal de los EE.UU. Nada que contribuya a manejarse en un escenario previsible.
El despertar del monstruo de los derechos de exportación revela también que gran parte de la dirigencia política y económica del país los considera como un recurso propio y un tributo justo. Esto se vio con la queja de los gobernadores e intendentes peronistas por la eliminación del Fondo Sojero, un engendro inventado en 2008 por la entonces presidenta Cristina Kirchner para conseguir el apoyo legislativo a la 125 tras las protestas de los productores en las rutas. Al Gobierno le bastaría ordenar una simple auditoría sobre los municipios sobre las obras realizadas con ese fondo desde que se creó para comprobar si efectivamente se usó para el fin propuesto. Con el festival de coimas que hubo en la obra pública, según se revela en los testimonios judiciales recogidos tras la investigación de LA NACION en los cuadernos del chofer Oscar Centeno, es improbable encontrarle que ese fondo haya cumplido su propósito original.
A esa dirigencia política no se le reconoce un celo similar al que tiene ahora con el reclamo del fondo sojero para conocer el destino de los 86.000 millones de dólares que el Estado recaudó en concepto de derechos de exportación a la producción agropecuaria entre 2002 y 2015, de acuerdo con los cálculos del sector privado. Los domina la memoria de corto plazo. En todo caso, podría proponer y acordar una estructura tributaria que no ahogue a la actividad privada sino que le permita ser creadora de riqueza.
Con los derechos de exportación y los diferentes tipos de cambio múltiples que la Argentina ensaya desde hace 60 años hay suficiente evidencia económica como para demostrar su carácter regresivo. Decincentivan la inversión en tecnología, castigan a quienes producen en los lugares más alejados de los puertos y no restablecen equilibrios entre cereales y oleaginosas. Tampoco sirven para reducir los precios de los alimentos en el mercado interno en el mediano plazo más que un ocasional cambio de corto plazo tras una devaluación brusca.
Aun cuando las retenciones queden en 18% para el poroto y los derivados de la soja seguirán siendo ineficientes. Y ese debate debería ser considerado alguna vez.