Al preguntarse qué producir este año en la actividad agrícola, la respuesta debería ser más próxima a la rotación de cultivos y la edafología que a cualquier otra cosa. Porque la agricultura, en el esquema nacido en diciembre de 2015, donde los derechos de exportación se dirigen hacia su extinción, la preocupación debe centrarse en la sustentabilidad y así abandonar la "desesperación coyunturalista" del período K.
Una vez considerado ello, importa preguntarse ¿cómo será la economía de 2018?
El gobierno anterior se fundamentaba, populismo mediante, en el aliento al consumo interno. Hoy, el esfuerzo va poco a poco direccionándose hacia la producción y, en consecuencia, a la exportación, como camino para el crecimiento económico.
Pero tal dirección está fuertemente condicionada. El viento de cola ha desaparecido. La perversa actitud de la administración anterior fue no haber aprovechado las ventajas comparativas para pegar un gran salto productivo. Por el contrario, se dilapidaron recursos, muchos de ellos provenientes del campo.
Aun a riesgo de pecar de reduccionista, puedo decir que la raíz del problema del país yace en el gasto público que genera un déficit de enorme magnitud, que de alguna forma debe pagarse.
A fin de no caer en un ajuste cruento, el Gobierno ha elegido financiarlo mediante deuda pública. La deuda del exterior y la elevada tasa de interés tienden a "planchar" el valor del dólar (aunque de tanto en tanto se registren correcciones nominales a la suba) y, así, se incrementa el déficit en cuenta corriente de la balanza de pagos. En consecuencia: los precios internos de los granos y subproductos quedan afectados por el tipo de cambio rezagado.
Tasas de interés altas, impuestos altos y tipo de cambio atrasado conforman una combinación que debilita los sectores que compiten internacionalmente, donde la agroindustria y la agricultura cumplen un rol central. A ello se unen los componentes del llamado costo argentino, cuyo epicentro yace en la logística, sobre todo en el transporte.
Este es el dilema que enfrenta el Gobierno, cuya resolución solo se halla en la reducción del gasto público. La vía elegida para no caer en soluciones abruptas es su reducción de forma gradual merced a la colocación de deuda en el exterior y la deuda interna.
Acá hay una mala y una buena noticia. La mala: las tasas internacionales están en suba. La buena: durante este año nuestro país volvería a ser considerado emergente, una categoría que baja el costo del crédito. Además, todo indica que la demanda asiática, con China a la cabeza, habrá de continuar, al menos en los niveles del año pasado.
Hay otra amenaza: el dólar respecto de las principales divisas; luego de un largo período en baja, podría empezar un recorrido a la suba. Y esto alienta la baja de los precios agrícolas en el mundo.
Por la acción del presidente Trump y por la decisión de la Reserva Federal de incrementar la tasa de interés, se vislumbra un cuadro donde el dólar se fortalecería.
Respecto del nivel de producción mundial, la reducción de la cosecha en América del Sur a consecuencia de la ausencia de precipitaciones anuncia una mejora de precios -lamentablemente a costa de rendimientos- para lo inmediato.
Así todo, algo está claro. Sea cual fuere el escenario para el año, el país necesitará incrementar sus exportaciones. La situación de la cuenta corriente de la balanza de pagos es extremadamente delicada. Por lo tanto, la política económica deberá esforzarse, aun con las limitantes mencionadas, para alentar la producción agrícola y sus eslabones industriales, tanto aguas arriba como abajo, componentes centrales en la actividad exportadora argentina.
El autor es profesor de la Maestría en Agronegocios de la Ucema