Las carretas fueron el instrumento casi único del poblamiento
Igual que los indios, los primeros españoles iniciaron el descubrimiento marchando tierra adentro a pie; luego, la conquista se hizo a lomo de caballos andaluces, pero los conquistadores eran hombres de armas, es decir, varones, misóginos cuando estaban en la plenitud de sus funciones.
Más tarde, la colonia contó también con mujeres, y éstas suelen ser no demasiado adecuadas a las grandes cabalgatas, a no ser en ocasiones heroicas. Ellas y sus hijos pequeños habitualmente recorrían las grandes llanuras en carretas: al respecto, tiene hasta matices simbólicos el hecho de que Hilario Ascasubi haya nacido bajo una carreta, el año 1807, en Fraile Muerto, hoy Bell Ville, provincia de Córdoba.
A menudo esto se olvida: las carretas transportaban mercancías, frutos de la tierra, herramientas, comestibles, baratijas y aun simple jolgorio, pero, asimismo, fueron el instrumento casi único de los viajes y del poblamiento de lo que vino a ser la Argentina. Ellas trajeron las familias y los enseres y dieron vida a poblados, postas, estancias, puestos y fortines. Porque las calesas no fueron sino una ostentosa curiosidad contemporánea de las pelucas y tricornios, y las galeras y diligencias no aparecieron hasta la centuria siguiente, cuando la patria ya tenía tres siglos.
Editado por la Universidad Nacional del Nordeste, dos correntinos, Andrés Alberto Salas y María del Pilar Salas, acaban de publicar un muy importante y documentado trabajo sobre esos vehículos, en favor del hecho cierto de que en zonas aisladas de esa región la tracción a sangre ha continuado vigente hasta no hace demasiado tiempo o sigue teniéndola hoy. Los Salas han tenido la fortuna de ver carretas no sólo en restauraciones de museo o en recreaciones pintorescas, sino traqueteando por senderos que acercan el Iberá al Uruguay, al Batel, al Corrientes, al Santa Lucía. Claro que ya no eran aquellos altos armatostes de las ilustraciones clásicos, sino bastante más chicos, achaparrados y a veces híbridos hasta un grado insólito, con las ruedas metálicas de un viejo tractor, o la caja de un vagón ferroviario, pero siempre arrastrados por bueyes y no por yeguarizos.
Una exposición ordenada sobre las carretas criollas, sus partes y complementos supone, por fuerza, una serie de incisiones no superficiales en la historia económica del país, en la de sus costumbres y en la índole de las poblaciones que recién se estaban aclimatando al Nuevo Continente. Esa tarea puede tener la ayuda de testimonios incontables y de abundante iconografía, elementos que no faltan en el libro de los Salas, pero su rasgo más valioso es que el relato no se detiene entonces, sino que sigue hasta épocas reconocibles. Llega, pues, a cuando la carga ya no eran cueros, plumas de avestruz, saraza o jabón Reuter para la "prenda", sino arroz, hojas de tabaco, yerba cruda, sea en Corrientes, en Misiones, en Paraguay o en Río Grande, traídas en carretas casi de ayer, o bien rollizos llevados por cachapés chaqueños o por lentas alzaprimas, mientras atrás levanta una módica polvareda el rústico carro polaco. En la enumeración se destaca la "liza", especie de trineo usada en zonas arroceras, a la zaga de un buey seguramente porque la pezuña hendida es mucho más apropiada para hollar extensiones pantanosas. Hace medio siglo, los embarrados caminos de Pontevedra y de González Catán eran recorridos por vehículos muy parecidos sólo que llevados por matungos: se les decía "rastras" e ignoro si tienen otro nombre más preciso.