Cuál es el sector más incomprendido de la Argentina
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El comercio exterior es un gran incomprendido en la Argentina. Se miran con desconfianza año tras año a las exportaciones y las importaciones.
Se miran con desconfianza año tras año a las exportaciones y las importaciones.
Algún tiempo antes de que sobreviniera el Covid se conoció una encuesta de Pew Research que expresaba que, sobre 27 países relevados, la Argentina fue el que mostró la población más opuesta al intercambio comercial internacional, dado que aquí sólo el 54% de los encuestados cree que el comercio es bueno para el país y el 38% opina que es perjudicial, mientras las medias globales son 85% y 12% respectivamente. Mas aún, el 53% de los argentinos expresó creer que ese comercio deriva en la destrucción de puestos de trabajo, en tanto que sólo el 19% entiende que el intercambio fomenta la creación de empleo (en el mundo, esas tasas son 24% y 49%).
Seguramente se vincula con esto que las políticas públicas en la Argentina afecten las exportaciones con retenciones (solo 12 países en el mundo las aplican), brecha cambiaria, escasez de acuerdos comerciales internaciones de apertura de mercados y sobrecarga impositiva y regulativa a las ventas externas. Y -a la vez- se afecta a las importaciones con altos aranceles (mas del doble que el promedio mundial), restricciones cuantitativas, altos obstáculos regulativos adicionales y restricción de divisas.
Pero, al contrario, la experiencia muestra que los que más exportan en el mundo son muy exitosos (se observan los más altos ratios de exportaciones en relación al PBI en Hong Kong, Singapur, Irlanda, Vietnam, Holanda o Bélgica) y aún que los que importan mucho tienen capacidad local de producir mucho y bien (se observan los mas altos ratios de importaciones en relación al PBI en Luxemburgo, Irlanda, Bélgica, Vietnam, Holanda o Estonia).
Esta curiosa confusión produce gran afección. Somos -como efecto de ello- uno de los dos países con peor evolución de ventas externas desde que se inició el siglo hasta hoy en Sudamérica.
Es esa confusión lo que nos ha llevado en las ultimas semanas a temer erróneamente que las exportaciones afecten precios domésticos. Y también -anteriormente- a gravar a los exportadores con la mayor carga impositiva del mundo. Antes de la aparición de la pandemia participé de un relevamiento que dio cuenta de que el ratio exportaciones/trabajador (una manera de medir la productividad del trabajo) es en Argentina (en nuestra región) más baja que en México, Brasil, Chile, Panamá, Uruguay, Costa Rica y Paraguay; y apenas representa el 64% de lo que ese ratio muestra en el mundo todo.
Nuestra desvinculación externa (que se ve también en la escasa participación en los flujos de inversión extranjera directa, en el débil acceso a financiamiento internacional para nuestras empresas o en el desacople tecnológico que muchos sectores exhiben en Argentina) se consumó en 2020: redujimos nuestra participación en el comercio internacional al menor porcentaje de la historia: menos de 0,3%; nuestro comercio exterior cayó mas del doble que el total mundial
Ahora bien: la experiencia (al contrario de lo que muestra el caso argentino) muestra que la Argentina, al maltratar las exportaciones, se perjudica enormemente, porque la participación en el comercio internacional global a través de exportaciones robustas genera diez beneficios:
- Mejora la calidad de lo que se produce (aun para la demanda local) porque la exigencia externa obliga a elevar estándares
- Se eleva la calidad -y la cantidad- del empleo creado porque las empresas que compiten internacionalmente deben invertir en sus personas
- Se reduce la volatilidad cambiaria porque se accede a dólares comerciales que no son cortoplacistas como los financieros
- Se alimenta la inversión internacional que se dirige allí donde hay acceso a mercados
- Se incrementa también la inversión doméstica porque exportar requiere producir más y mejor
- Se incentiva la maduración de ecosistemas de proveedores locales en cadenas de valor (abastecedores que se benefician por la demanda de los exportadores).
- Se incrementa la recaudación fiscal por los mayores negocios de los exportadores
- Se aumenta además el producto bruto porque se elevan las exportaciones netas
- Se permite el fortalecimiento consecuente de muchas empresas que logran mayor escala y benefician así la productividad y competitividad de la economía -además de contagiar espíritu emprendedor y mejorar las expectativas productivas diversificando riesgo de mercados.
- Se facilita -a través de las empresas- la mejora en los niveles promedio de tecnología sistémica y consecuentemente de la cultura productiva y emprendedora.
Es curioso que, a cambio, en la Argentina sospechamos de los beneficios de la internacionalidad (también las importaciones exhiben beneficios como el acceso a la tecnología y el conocimiento productivo internacional, la facilitación de la inversión, la contribución a la eficiencia sistémica, la participación en cadenas internacionales de valor, la mayor recaudación por impuestos a la importación y la creación del empleo en los servicios que se desarrollan para permitir que esas importaciones se consumen).
La confusión en que vivimos es dañosa. Y una confusión es aún más perjudicial que el error, porque el error permite advertir la falla -expone la causa- y dirigirse consecuentemente a la corrección (creía Edison que una experiencia no es un fracaso aun ante un mal resultado si es que por él se pude demostrar algo), pero -a cambio- la confusión lleva a permanecer en la línea del mal resultado por la no advertencia de la causa de la falencia.
El aislamiento económico es -así- una razón de no pocos de nuestros males. Es probable que el empecinamiento en mantenerlo sea la inexistencia de la voluntad de corregir los desequilibrios macroeconómicos, la debilidad institucional, el cortoplacismo regulativo y el agobio estatal que impiden la competitividad requerida. Y, así, ante la no sanación elegimos la anestesia. Mientras, los resultados nos condenan. •