Es necesario diseñar auténticos centros logísticos y comerciales
Las zonas francas constituyen un instrumento interesante con vasta difusión en el mundo. Según el Primer Foro de Centroamérica y el Caribe de Zonas Francas, realizado en Guatemala el 1° y 2 de marzo de 2001, existen unas 900 zonas, ubicadas en más de 100 países (300 en América del Norte, 250 en Asia, 150 en América Central, entre 70 y 75 en Europa, 40 en Africa, y 30 en Medio Oriente).
Sus objetivos son diversos y, a nuestro alrededor, podemos distinguir casos diferentes.
Las tres zonas chilenas (Punta Arenas, Iquique y Arica) están destinadas a llevar población a lugares desérticos de los extremos Sur y Norte. Las de Uruguay (dos antiguas: Nueva Palmira y Colonia, una en pleno desarrollo, Montevideo, y otras incipientes) fueron creadas para atraer industrias, ofrecer logística y concentrar un movimiento de capitales tan discreto como importante.
Finalmente, Brasil, que sin bien no tiene técnicamente zonas francas (ni siquiera la así llamada de Manaos) porque su legislación aduanera ha sabido esquivar la eventual variedad de territorios aduaneros –potencialmente disgregadora–, instaló zonas especiales, comerciales, industriales y de abastecimiento exterior para poblaciones lejanas.
En todos los casos se dotó a esas áreas de las exenciones tributarias y facilidades operativas necesarias para su desarrollo y permanencia, y para la consecución de los objetivos fijados.
En la Argentina, después de noventa años de absoluta indiferencia, cuando no franco rechazo de proyectos inteligentes, se produjo una estampida en procura de la instalación de zonas francas en todas las provincias; hacerlo precisamente cuando se nos convertía en una sociedad abierta al comercio internacional como ningún país con algún grado de autonomía lo está, marca una primera incongruencia.
Restrictivo y azaroso
Esa actitud tuvo motivos identificables, que surgen de las normas que las crearon y, en muchos casos, de sus ubicaciones. Lo restrictivo de aquéllas y lo azaroso de éstas hacían impensable que esas zonas atrajesen inversiones y, sin duda, que no funcionasen fue uno de los fines buscados.
En realidad, se quiso implantar la ilusión de que con ellas se reemplazarían las fuentes de trabajo cerradas por la devastadora política económica del gobierno nacional y así conseguir apaciguamiento social y apoyo electoral por parte de la desorientada población.
Se pudo ver en los noticiosos a los obreros de Hipasam pedir una zona franca como compensación por el cierre de la empresa. Así, las zonas francas integraron la chafalonía publicitaria que permitió al totalitarismo económico hacer reelegir a sus representantes.
Creadas sin un planeamiento previo y sin objetivos precisos, el resultado ha sido su improbable funcionamiento, con la única excepción de la zona franca de La Plata, convertida en un enorme depósito fiscal.
El problema se agrava porque la Argentina participa de un proceso con otros países para una integración económica y comercial incompatible con la apertura indiscriminada de aquéllas zonas.
Por ahora el tema ha sido negativamente reglamentado: cada Estado del Mercosur queda con libertad para instalarlos, pero el sólo paso por una de esas áreas hace que la mercadería tenga tratamiento de extranjería aunque su origen sea comunitario.
En esta época de atonía sería útil volver a pensar estas organizaciones económicas con una estructura física, jurídica, tributaria y financiera que permita sacarlas de su degradación.
En el amplio territorio que aún tiene la Argentina debe diseñarse un número adecuado (Noroeste, Noreste, Oeste, Este de la Patagonia y centro del país) de auténticos centros logísticos y comerciales, con capacidad para la terminación de productos, quizá especializados en determinados procesos industriales afines con su región, que concentren además los medios de transporte necesarios para su exportación fuera del Mercosur.
El autor es abogado. Especializado en Derecho Aduanero.
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