La Argentina se debate entre la devaluación, la competitividad y la productividad
Diferenciar los conceptos en medio de la escalada del dólar brinda una luz sobre lo que verdaderamente necesita el país: producir más y mejor
Hay temas fundamentales que nunca cambian: por ejemplo, el énfasis en la productividad y competitividad de un país. Con mayor productividad se produce más o mejor con los mismos recursos, o se utilizan menos. Es un concepto distinto de la competitividad, que es la capacidad de poder ofrecer un producto a un menor precio para un nivel de calidad predeterminado. Es decir, el mismo producto, pero más barato.
Creer que porque el dólar ha subido los productores de un país son más competitivos es terriblemente ingenuo. Si todos los costos se mantuvieran ante un salto en el dólar es cierto que se podría vender más barato. Sin embargo, los costos más pronto que tarde también suben, por lo que –de existir– esa capacidad de ofrecer un producto más barato desaparece. También es ingenuo creer que ante un cambio en el precio se consiguen clientes instantáneamente, hay logística apropiada o hay permisos y regulaciones que se pueden cumplir rápidamente.
Adicionalmente, otros países también pueden tener deterioro en su moneda, como está ocurriendo con Turquía y otros emergentes. Aunque la Argentina está en una situación peor que el promedio de otros países que devaluaron, no es el único. Afortunadamente, aquellos países producen bienes diferentes a los nuestros, ya que, si no, sería una carrera hacia el abismo, una temida "race to the bottom".
Cuando dos o más países tienen productos similares, si uno devalúa los otros pronto verán sus monedas deslizarse también, ya que sus balanzas comerciales se deteriorarían. Son las "devaluaciones competitivas", pero no con la agradable acepción de ser mayor competencia sino como guerra de divisas, donde solo se puede vender abaratando constantemente la moneda local.
Dicho sea de paso, eso puede permitir seguir exportando, pero tiene tristes consecuencias sobre el ingreso y ahorros de los ciudadanos. Por algo hace décadas que se sabe que es mejor evitar una guerra de divisas.
Por si no se entiende, una guerra de divisas es lo mismo que una guerra de precios entre dos heladerías. A menos que mucha más gente decida comer helado, solo se logrará vender la misma cantidad de helado, pero más barato. No muy inteligente que digamos.
Cuenta la leyenda que el DT de Boca Toto Lorenzo explicó a los jugadores una serie de tácticas. Al terminar, Rattin dijo algo así como "Jefe, todo bien, pero los otros también juegan". Sea o no cierto, sirve para explicar por qué una devaluación no es útil para ganar mercados.
Si con un aumento del dólar no se logra competitividad, menos se logra con un aumento en el impuesto a las exportaciones como el anunciado en días pasados (se aplicarán $4 por dólar exportado a la producción primaria y a los servicios, mientras que se aplicarán $3 por dólar al resto de las exportaciones). Y como ese impuesto funciona como un dólar menor, pero los costos se mueven en pesos o en dólares sin el impuesto, termina habiendo dos tipos de cambio.
Como sea que se lo mire, el margen del exportador cae: después de la devaluación tiene menos recursos que antes, su margen se deteriora. No tiene entonces incentivos para aumentar su producción y exportar. La historia también lo muestra: si por devaluar fuéramos competitivos, la Argentina sería el campeón.
Veamos entonces el concepto de productividad. Ese sí nos puede llevar a la competitividad genuina y poder ganar mercados, vender más y generar divisas. Para eso se debe producir más a menor costo.
Las ganancias en productividad suelen ser muy difíciles de lograr y en algunos países como Japón son casi una religión, que conlleva un continuo esfuerzo de educación y entrenamiento. En la Argentina, afortunadamente, podría lograrse casi sin esfuerzo. Simplemente enviar los camiones a puertos y que lleguen sin tener demoras por un piquete, que los trámites no requieran varias firmas u oficinas diferentes, que la calidad que promete un proveedor sea la efectivamente recibida, que una factura mal confeccionada se anule sin tener que sufrir la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP), serían reducciones de costos y disgustos. Se podría hacer más con menos.
Pretender que un gobierno, por honesto y bien intencionado que sea, resuelva estos problemas, es utópico y no solo porque muchos de esos problemas son propios del sector privado. También porque el poder político de turno no domina la burocracia estatal, que por mil razones diferentes está cómoda con los procesos que lleva a cabo, aplicando regulaciones que pueden haber sido buenas hace seis décadas, pero que en la era de internet serían cómicas si no tuviesen costos tan elevados.
También hay que entender que no es el Gobierno el que permite que el peso se deprecie, sino que son las transacciones de muchos los que generan ese efecto. Pero ese es tema para otro día.
Cada salto del dólar es entonces una vana ilusión de poder exportar más. Sus efectos positivos –si los hay– son transitorios. Es más probable que tenga efectos negativos si muchos insumos están dolarizados. El "efecto riqueza" –es decir cuánto afecta los ahorros e ingresos de la gente– puede ser devastador.
Si no nos concentramos en producir más y mejor, no podremos crecer ni como empresa ni como país. Y es necesario resaltar que la productividad requiere una adecuada infraestructura, además de estímulos que podrían comenzar con destrabar la excesiva burocracia en los procesos de exportación ya mencionados.
También es importante el acceso al capital, que hoy es limitado por el alto costo del crédito. En definitiva, el día que escuche a algún funcionario hablando de productividad, tal vez ya estemos en el camino correcto.
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