Coronavirus: El enemigo invisible no perdona
En la noche del miércoles, momentos después de haberse reunido de urgencia en la Casa Rosada con AxelKicillof y Horacio Rodríguez Larreta por el coronavirus, a Alberto Fernández le llegaron quejas del interior: algunos gobernadores, entre ellos, el sanjuanino Sergio Uñac y el jujeño Gerardo Morales, reclamaban atención. ¿Por qué había interactuado ante un problema nacional solo con los líderes de la provincia y la ciudad de Buenos Aires? La inquietud le fue transmitida al ministro del Interior, Eduardo de Pedro, que les contestó que entendieran la lógica de ese encuentro en los alcances territoriales de la pandemia, por entonces con casi 70% de los infectados del área metropolitana.
Pero el Presidente no desoyó el mensaje. O eso pareció. Al día siguiente, anteayer, convocó a todos los jefes provinciales a una extensa reunión en la que se expresaron sin reservas y al cabo de la cual anunció la cuarentena general, que rige desde entonces para todo el país: los había esperado para tomar la decisión. Un gesto que tiene un valor político e institucional muy significativo, porque vuelve a concederles a los gobernadores un rol relevante en medio de una crisis que, hasta el momento, viene recabando el respaldo casi irrestricto de todos los sectores, incluida la oposición, los sindicatos y los empresarios.
Es como haber regresado a los días previos al 10 de diciembre. El virus al que definió como "enemigo invisible" le ha devuelto al menos a Alberto Fernández algunas oportunidades políticas en medio del drama sanitario. Entre ellas, la de concretar aquello que prometió la noche en que se impuso en las primarias y que en sus primeros meses de gobierno ya se insinuaba incumplible: el fin de la fractura entre los argentinos. Son las ventajas de lo urgente. Cuando la meta parece inmediata y clara, el camino para alcanzarla se discute menos. Como si la llegada del brote, que coincidió además esta semana con el viaje de Cristina Kirchner a Cuba, hubiera reconfigurado su gestión hasta retrotraerla a una vieja foto de campaña, cuando el establishment se ilusionaba con la posibilidad de un peronista ortodoxo que no solo uniera a los argentinos mediante un gran acuerdo social, con sindicatos, empresarios, organizaciones sociales y hasta medios de comunicación, sino que tuviera también la capacidad de desentenderse de hostilidades inherentes al kirchnerismo. El sueño de la poscrisis de 2001, cuando arrancaba la recuperación. El Presidente lo ha cultivado también de modo recurrente: hace dos semanas, en el hotel Alvear, ante 500 hombres de negocios, dijo que sentía a veces esa sensación de déjà vu. Hasta el coronavirus, la comparación parecía forzada. "Esto a Alberto le viene como anillo al dedo", razonaron anteayer a este diario en la Unión Industrial Argentina. En el Frente de Todos fueron aún más explícitos: "Empezó a gobernar".
Por eso hay en el espacio quienes, pese al miedo por lo que viene, celebran políticamente ese respaldo multisectorial. Una prerrogativa que, más tarde o más temprano, y en la medida en que la pandemia se expanda del modo en que amenaza en Occidente, debería tener la mayor parte de los líderes del mundo, incluidos aquellos que, como Jair Bolsonaro, Boris Johnson o Donald Trump, se resistieron en un principio a medidas drásticas con la ilusión de no afectar la actividad económica. Fueron intentos vanos, anteriores a que la ola global se volviera imparable: como la mayoría de los países decidió darle prioridad absoluta a contener la crisis sanitaria, el fantasma de una futura recesión mundial se les metió a todos por la ventana. Ahora, asimilado ya ese costo inevitable, les queda al menos la posibilidad de no quedar en falsa escuadra con infectados y muertos. Es la razón que llevó a reaccionar a los más díscolos. Bolsonaro, por ejemplo, además de críticas enfrentó esta semana un cacerolazo en contra.
El tiempo dirá si el dilema salud versus economía fue bien resuelto. Algunas naciones, como China o Estados Unidos, tienen recursos para paliar parte de una eventual depresión. El programa anunciado por Trump para intentar sostener el empleo rescatando empresas a partir del mes próximo supera el PBI argentino entero. No serán, en cambio, decisiones sencillas las que deberán tomar líderes que están al frente de países a los que la opción elegida traerá mayores costos políticos y sociales. Estas diferencias pueden trasladarse también al terreno individual de cada dirigente, sean oficialistas u opositores. No se juegan lo mismo, por ejemplo, Alberto Fernández y Sergio Massa. El del Frente Renovador volvió a levantar instintivamente el perfil con esta crisis. "Sergio se ve en actividad y ya se siente bien", dijeron a LA NACION en su espacio.
Tampoco es equiparable la situación de Rodríguez Larreta, cuyo riesgo parece estar más en un eventual desmadre sanitario que en un derrumbe económico. No hay para él ninguna encrucijada: debe frenar el contagio sin condiciones. Lo supo desde el comienzo, cuando convocaba conferencias de prensa sobre el tema en febrero, mientras persistía todavía en la administración nacional la idea de que el virus no se expandía en verano. Su modo de gestión sigue siendo personal. El lunes, en una visita para controlar cómo funcionaba el call center que recibe las denuncias sobre quienes no cumplen la cuarentena, el jefe de gobierno atendió él mismo una llamada al 147 y oyó el reclamo: el hermano de una empleada de un hotel de primer nivel de la avenida 9 de Julio avisaba que en esas instalaciones se alojaba un turista que, llegado de un país en riesgo, circulaba sin restricciones por la ciudad. "No le paso el nombre de mi hermana porque no quiero que la echen", dijo el denunciante. "Ya me ocupo", contestó Rodríguez Larreta, y mandó enseguida al hotel a la junta de la agencia gubernamental.
El de Alberto Fernández es en cambio un desafío más complejo. Debe evitar que los efectos del coronavirus se vuelvan devastadores, pero, una vez atenuado el contagio, encarar la etapa de la reactivación económica, que era hasta esta crisis sanitaria la principal demanda de la sociedad argentina y, por otra parte, la tarea en que Cristina Kirchner le había puesto menos condicionamientos.
Un éxito en el combate a la pandemia dejaría al Presidente bien parado para retomar aquel objetivo, que será arduo pero tendrá en adelante justificaciones globales; un fracaso, en cambio, lo expondría incluso más que a Bolsonaro porque, pese a haber empezado también subestimando el problema, Alberto Fernández no solo viene de una peor recesión que la de su par brasileño, sino que decidió ahora cargarse el virus al hombro. Está entonces en la mitad del camino, sin retorno, con el respaldo y la expectativa del establishment y la sociedad entera, pero con escaso margen para defraudar. Si existió alguna vez, el proyecto del albertismo nunca pareció tan cerca de nacer o morir al mismo tiempo.