El secreto peor guardado para evitar otra crisis
El gobierno argentino se encuentra, una vez más, ante un serio problema de deuda externa. Las autoridades dicen que no pueden pagar todo lo que se debe, por lo que piden una quita importante. Los acreedores dicen que las promesas deben cumplirse y esperan perder poco de su inversión. Entonces se suceden nuevas ofertas y rechazos y se alarga la agonía. La crítica suele apuntar a que los gobernantes no negocian bien, cegados por su ideología o incapacidad técnica.
El problema no está en los individuos a cargo de renegociar la deuda sino en el sistema de incentivos en el que ellos operan. La ausencia de un régimen global de deuda para resolver disputas entre deudores soberanos y sus acreedores lleva a que en la práctica muchas renegociaciones sean largas, poco amistosas, y onerosas, a pesar de que los daños a lo que ello conlleva para la economía nacional están bien documentados.
En este contexto, las instituciones políticas pasan a tener un rol crucial. Los especialistas y los organismos internacionales suelen resaltar la asociación positiva entre tener "buenas instituciones" y políticas económicas sanas. Las instituciones que separan y limitan los poderes de gobierno y protegen los derechos de los ciudadanos vuelven las promesas de los gobernantes más creíbles a los ojos de los inversionistas. Las democracias, por ejemplo, disfrutan de mejores condiciones de acceso al endeudamiento en los mercados financieros en comparación a otros países.
El ajuste es impopular cuando afecta salarios privados y servicios públicos. Por ello, suelen sobreactuar su postura frente a los acreedores, más aún cuando éstos son extranjeros
Sin embargo, los países en desarrollo enfrentan un delicado equilibrio entre sus instituciones políticas y sus necesidades de deuda. Una vez que la deuda se vuelve inmanejable, sea por un shock externo o por razones domésticas, las economías emergentes con "buenas instituciones" suelen transitar reestructuraciones poco ordenadas. En vez de culpar a la ideología o ignorancia del gobernante de turno, debemos reconocer la paradoja incómoda de que la democracia genera incentivos para que los líderes políticos negocien duramente con los prestamistas. El problema no es la democracia en sí: ella asegura la convivencia pacífica y el goce de derechos mediante la alternancia en el poder, la deliberación pública y el control ciudadano de los gobernantes.
La raíz inmediata del problema está en que el honrar las deudas contraídas por el estado requiere ajuste. El ajuste es impopular cuando afecta salarios privados y servicios públicos. Los gobernantes que son responsables ante los votantes en las urnas quieren disminuir el ajuste lo máximo posible. Por ello, suelen sobreactuar su postura frente a los acreedores, más aún cuando éstos son extranjeros. Esa sobreactuación es políticamente racional pero socialmente ineficiente. Asimismo, los frenos y contrapesos de la democracia representativa, sobre todo de su variante presidencialista, dificultan la rápida toma de decisiones y sirven a los gobernantes para amenazar a los tenedores de deuda de posibles contratiempos en el congreso y los tribunales nacionales. La comparación sistemática de 200 reestructuraciones soberanas con acreedores privados desde 1975 a la fecha ilustra esta cruda realidad.
Los argentinos merecemos un contrato, por qué no constitucional, que limite el uso del endeudamiento gubernamental
Más aún, las lecciones de la historia demuestran que las autoridades democráticas pelean fuerte y suelen obtener quitas relativamente mayores a las de otros tipos de régimen político. Lo siniestro de esta paradoja es que las grandes quitas afectan negativamente la reputación de los países en desarrollo que las obtienen, infligiendo daños a largo plazo para trabajadores, empresarios y finanzas públicas. Todavía desconocemos los efectos de la pandemia en el contenido y plazos de las reestructuraciones, pero lo que se puede prever no es positivo.
El desafío para los países que necesitan inversiones y divisas fuertes es encontrar niveles de deuda razonables para las posibilidades de pago de la economía. Volver sustentable la deuda externa requiere mucho más que un menú apetecible para los bonistas de hoy. Como señaló Juan José Cruces, si alguien detesta la intromisión de petulantes financistas extranjeros, debería militar por el superávit fiscal. Para llegar a cuentas equilibradas y evitar lo que Pablo Gerchunoff llama el atajo del sobreendeudamiento en moneda extranjera, la Argentina debe avanzar en reformas sustantivas en materia impositiva y de regulación de la competencia. Es más, los argentinos merecemos un contrato, por qué no constitucional, que limite el uso del endeudamiento gubernamental. Lo cual demandará también poner límites más serios al financiamiento del tesoro por parte del Banco Central. Otra década perdida más como la que acabamos de perder será, en definitiva, políticamente inviable.
El autor es doctorando en Ciencias Políticas de la Universidad de Pittsburgh e investigador visitante de la Escuela de Servicio Exterior de la Universidad de Georgetown
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