El tipo de cambio real es el gran ausente en la economía
El país padece un problema que hasta hace poco era de mal gusto mencionar, consistente en el muy elevado nivel de precios internos de sus productos y servicios medidos en divisas. Ello impide exportar y competir con la importación, es decir, generar valor agregado nacional. Impide crecer.
En términos técnicos, nuestra economía precisa ajustar su tipo de cambio real (TCR), y lo llamativo de la situación reciente ha sido el intento empecinado de oscurecer la cuestión, incluyendo a la misma noción teórica de TCR.
Se trata de un precio relativo crucial para el equilibrio macroeconómico, ineludible en cualquier economía integrada al mundo. Su rol consiste en asegurar demanda suficiente al producto potencial de un país, y funciona como una válvula de seguridad: permite que lo que no se vende adentro se pueda vender afuera. Esto es, cuando el consumo y la inversión domésticos se contraen, el TCR tiende a compensar expandiendo la demanda externa (exportaciones netas), lo que contribuye a sostener el producto a lo largo del tiempo en niveles cercanos al pleno empleo. Un TCR flexible -que responda a las oscilaciones del gasto doméstico- estabiliza el crecimiento, así como una correcta política monetaria estabiliza el nivel de precios.
Dos caminos
Hay dos modos posibles de ajustar el TCR. Cuando el tipo de cambio nominal es fijo se espera implícitamente que la caída en las ventas provoque una deflación general de precios, y éste era el mecanismo de ajuste postulado por el antiguo régimen de patrón oro y el exigido por nuestra convertibilidad monetaria. Pero tanto la experiencia universal en el pasado como la del país hoy muestran que la rigidez descendente de los precios nominales, introducida analíticamente por Keynes, no supone "propaganda ideológica" o "sesgo anti-mercado" alguno, sino una realidad fáctica que los regímenes monetarios y cambiarios deben tomar necesariamente en cuenta.
Cuando turbulencias externas elevan la tasa de interés local (la dificultad central de nuestro país desde 1998), la consecuencia es una contracción en la demanda de bienes y activos domésticos, lo que lleva a una disminución de su valor en relación con los demás activos y bienes. En otras palabras, ha caído su precio relativo -sus términos de intercambio- con respecto al resto del mundo, y nada puede hacerse para evitarlo. Definitivamente, un peso (entendido como el valor internacional de los flujos y stocks nacionales) no es un dólar. Si contáramos con una moneda autónoma en flotación libre vis-á-vis las demás, dicha corrección -hoy entorpecida- podría efectuarse a través del alza en el tipo de cambio nominal. Pero ello supondría reconocer formalmente una pérdida.
En efecto, tanto bienes como activos argentinos serían mucho más atractivos para los extranjeros (se favorecerían las exportaciones y las nuevas inversiones), pero determinados intereses externos (acreedores financieros y titulares de inversiones directas anteriores) sufrirían una depreciación del valor en divisas de sus activos. En cualquier nación del mundo se considera este riesgo -deterioro de los términos de intercambio- como propio de los negocios internacionales y de naturaleza primordialmente aleatoria. La Argentina, sin embargo, en una manifestación notable de inmadurez institucional, se vio forzada en 1991 a otorgar un seguro soberano contra riesgos totalmente fuera de su control.
Pérdidas repartidas
Frente a este quebranto real -en verdad ya incurrido-, todos tienen razón: los acreedores invirtieron debido a la existencia de una garantía pública (la convertibilidad), y el Estado argentino carece de recursos para honrar su compromiso debido a la recesión provocada por la misma garantía concedida. Deberá encontrarse algún modo de repartir la pérdida.
Ahora hay sectores inocentes que deben ser atendidos. En primer lugar, los trabajadores activos y pasivos, cuyo empleos e ingresos se destruyen inútilmente día tras día. La flotación del tipo de cambio nominal reducirá el valor de sus salarios en dólares, pero no supone necesariamente un deterioro de su capacidad adquisitiva doméstica. Los deudores y acreedores del sistema financiero nacional constituyen otro grupo que comprende a damnificados inocentes: urge "desdolarizar" las finanzas nacionales, transformando todos los contratos locales a pesos a la paridad 1 a 1 e intentando minimizar el impacto sobre los depósitos de las familias. Y no sólo por una razón de justicia: ello contribuirá además decisivamente a estabilizar el sistema bancario. Entre otros elementos, los ingentes recursos del FMI y demás organismos multilaterales destinados desde hace tiempo a sostener la convertibilidad deberían haberse dedicado desde el comienzo a atender este problema, con el fin de salir de ella ordenadamente.
Beneficios
Resta una aclaración: los beneficios de la flotación cambiaria no surgen de una supuesta impunidad posterior para emitir dinero, como argumentan sus detractores. Ningún elemento intrínseco a la flotación atenta contra la estabilidad monetaria, ya que establecer un verdadero banco central -profesional, independiente, y con prohibición absoluta de financiar al gobierno por cualquier medio- exige la misma fuerza legal que sostuvo a la convertibilidad durante diez años. Elimina sin embargo un factor clave de inestabilidad real: el TCR es un precio relativo, perteneciente al mercado de bienes, y la necesidad de facilitar su ajuste para sostener el pleno empleo mantiene plena vigencia aun en condiciones de emisión nula. Más aún, si el Gobierno se propone una situación fiscal permanente de "déficit cero", ¿qué sentido tiene la convertibilidad?
En síntesis, a pesar de una década de destierro de las bibliotecas y de la discusión pública, un gran ausente -el tipo de cambio real- reclama por sus fueros y nos recuerda con fuerza que existe, tanto en el cuerpo científico como en la realidad de las economías nacionales.
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