Empresarios, Estado y gobierno
El Foro de Convergencia Empresarial hizo hincapié en la necesidad de respetar la división entre ambos conceptos. Para el autor es mucho más que una fórmula de ocasión. Es una declaración de principios y el compromiso de asumir que se cumplan
En un año electoral escuálido de ideas, es una muy buena noticia que más de 67 entidades nucleadas en el Foro de Convergencia Empresarial hayan decidido pronunciarse sobre el papel que le toca asumir al Estado. Y, sobre todo, que, entre otras cosas, reconozcan su función indispensable en el proceso de desarrollo económico y social; su obligación de erradicar la pobreza y la exclusión y de asegurarle a la ciudadanía tanto un piso mínimo de ingresos para vivir con dignidad como un acceso amplio a la educación y a la información; la importancia de que sus decisiones no sean influidas por grupos de interés privados; el carácter fundamental de la división de poderes y de la existencia de organismos de control dignos de su nombre; la urgencia de implementar una reforma tributaria y fiscal progresiva; y su deber ineludible de luchar contra el narcotráfico, el lavado de dinero, la evasión fiscal, la trata de personas y el crimen organizado.
Pero hay especialmente un punto de la declaración en el que quisiera detenerme porque, bien entendido, marca un corte con nuestra tradición de regímenes oligárquicos, militares y populistas. Me refiero a la breve y contundente afirmación con la que se abre el documento: "Estado y gobierno no son sinónimos". Creo que merece una elaboración que permita comprender mejor sus alcances.
Parto de un ejemplo banal. Un niño le pide al padre que lo lleve a ver desfilar al ejército. El padre lo complace. Ven marchar a las bandas militares, a las fuerzas de infantería y de caballería, a los tanques, a la artillería, al cuerpo de sanidad y finalmente termina el desfile. El niño se pone a llorar. Desconcertado, el padre le pregunta por qué. El niño contesta: "¡Porque yo quería ver pasar al ejército y no pasó!". La difícil tarea del padre consiste en explicarle ahora a su hijo que el ejército no es un observable, sino un término que designa a las varias realidades empíricas que ha tenido ante sus ojos.
Por su propia índole, los inobservables son siempre construidos e implican decisiones acerca de lo que incluyen o no y de cómo lo hacen. Para seguir con el ejemplo, ¿la aviación o los reservistas forman parte del ejército? Según las épocas y los lugares.
Y bien: hablar del Estado es también referirse a un inobservable, a una construcción social cuyas características son el producto de conflictos y de experiencias que han cristalizado en conjuntos históricamente determinados de instituciones y de prácticas, que pueden estar más o menos naturalizados o abiertos a discusión. Otra vez, según las épocas y los lugares.
En el siglo XIX, los liberalismos europeos se enfrentaron con el absolutismo en nombre de una nueva concepción del Estado, basada tanto en la soberanía popular como en la división de poderes. Diferenciaban así entre el Estado y el gobierno, pues el primero comprendía ahora no sólo al poder ejecutivo, sino también a los poderes legislativo y judicial. A medida que el liberalismo se fue democratizando, el Estado pasó a ser pensado cada vez más como un sistema público de estructuración y de resguardo de las separaciones: desde la mencionada división de poderes hasta la división del trabajo, pasando por las separaciones de la Iglesia y del Estado, de los representados y de los representantes, del Estado y de la sociedad civil, etcétera.
Pero no sólo estos procesos se dieron de modos diversos según cada contexto particular, sino que la propia idea de separación fue objeto de interpretaciones disímiles. Así, desde fines del siglo XIX se produjo una bifurcación entre el liberalismo político y el liberalismo económico. El énfasis de uno estuvo puesto en la defensa de las libertades públicas y de los derechos de los ciudadanos, mientras que la preocupación dominante del otro fueron la iniciativa privada y la no intervención del Estado en la economía, sin distinguir en esto entre Estado y gobierno. Para marcar la distancia entre ambas visiones, Benedetto Croce propuso que a la segunda se la denominase "liberismo", tal como se hizo desde entonces en Italia.
Es un punto esencial para entender por qué el argumento de la no intervención resulta insostenible. Alcanza con referirse a los dos temas centrales del liberismo: el derecho de propiedad y el derecho a la libre competencia. Ciertamente, yo puedo apoderarme de un objeto, pero esto no me convierte en su propietario. El derecho de propiedad no consiste en la relación que media entre un individuo y un objeto, sino en el reconocimiento de esa relación por parte de los demás. Se trata básicamente de un derecho de exclusión. Cuento con el amparo de la ley y de la autoridad pública para que, dentro de los límites que ambas estipulen, los demás deban admitir que el objeto es mío y nadie vulnere mi capacidad de disponer de él. O sea que, sin Estado, no hay derecho de propiedad. Por otra parte, ¿quién si no el Estado puede proteger el derecho a la libre competencia, defendiéndolo de prácticas monopólicas o desleales?
Pero demos un paso más: todos los derechos son creaciones del Estado y, entre otras cosas, esto significa que cuestan plata. Porque las instituciones públicas que los establecen y garantizan no pueden existir sin presupuestos que las sostengan y la fuente más genuina de su financiamiento son los impuestos. Aquí se empieza a percibir que la "no intervención" predicada por el liberismo encubre un tipo particular de separación que lo que busca es pagar los menores costos posibles. ¿Hace falta recordar hasta dónde, en la época dorada de los ganados y las mieses, la oligarquía argentina logró que presidencialismos personalistas asimilasen Estado y gobierno para servir mejor a sus intereses y procurar que el endeudamiento público cargase con buena parte de los gastos?
Vinieron luego las dictaduras militares, cuyas prácticas absolutistas eliminaron cualquier distinción entre Estado y gobierno. Y más tímidamente con Yrigoyen, primero, y más abiertamente con Perón y sus continuadores, después, también el populismo echó sus raíces en el país, intentando construir un Estado que en los hechos se identificara con el gobierno. Nótese que esto no resulta antojadizo, sino que forma parte de la lógica que le es propia, según la cual sólo un liderazgo fuerte y sin ataduras (de inspiración divina, llegó a añadir Perón en 1951) es capaz de interpretar y de expresar en plenitud la voz del pueblo. Por eso un populista, lejos de escandalizarse, encuentra normal que el Estado
gobierno no admita límites y avance cuanto pueda sobre los otros poderes. De ahí que hoy el Gobierno (como antes el menemismo) no vacile en manipular a su antojo al Poder Legislativo y tampoco ceje en su empeño de subordinar al Poder Judicial a sus designios.
En estas condiciones y con estos antecedentes, proclamar que "Estado y gobierno no son sinónimos", como hace el documento del Foro de Convergencia Empresarial, es mucho más que una fórmula de ocasión. Implica a la vez una declaración de principios y el compromiso público de asumir la responsabilidad de que se cumpla. No hay otra forma de ponerle fin a nuestra larga propensión histórica a valernos de la Constitución para instalar "despotismos electivos" en el poder.
El autor es abogado especialista en desarrollo económico