La agenda del mundo que no se discute en el país
Si hubiera que guiarse por su repercusión mediática, los principales focos de atención de la Cumbre de líderes políticos del G-20 que tendrá lugar por primera vez en la Argentina a fin de esta semana, serían los previsibles trastornos en el transporte (atenuados por el feriado porteño del viernes 30) y las protestas que han rodeado a estos encuentros anuales en otras ciudades del mundo, con distintos grados de violencia política.
Nada que debiera sorprender, salvo por los primitivos y fallidos atentados anarquistas que rememoraron métodos de comienzos del siglo XX y el no menos arcaico contenido ideológico de la "contracumbre", que reunió días atrás a Cristina Kirchner y Dilma Rousseff con consignas para consumo interno. Una previa lamentable pero ajena a la agenda que abordará la Cumbre, con el aporte de centenares de organizaciones de la sociedad civil de los países miembros, que trabajaron durante un año en siete "grupos de afinidad" (mujeres, científicos, académicos, think tanks, empresarios, sindicatos y jóvenes emprendedores) para elevar sus recomendaciones a la presidencia argentina del G-20. Vale recordar que este grupo incluye a 19 países más la Unión Europea como bloque que, en conjunto, representan 85% del PBI mundial, 75% del comercio y las inversiones globales y dos tercios de la población total del planeta. Y que tiene la particularidad de ser un foro donde se sientan de igual a igual mandatarios del mundo desarrollado y emergente para buscar compromisos sobre desafíos de alcance global, en medio de acelerados cambios tecnológicos y geopolíticos, que hace poco más de dos años tornaban impensable el giro de los EE.UU. hacia el proteccionismo y el de China hacia el libre comercio, así como la guerra comercial entre ambas potencias.
La cumbre de Buenos Aires es una gran "vidriera" para la Argentina. Aunque no con las condiciones internas que imaginaba el gobierno de Mauricio Macri en 2016, cuando la postuló para presidir el Grupo, reforzar la política de reinsertar al país en el mundo tras una década de aislamiento e "ingresar con retraso al siglo XXI", como había sostenido al asumir su mandato. Hay una enorme distancia entre la "lluvia de inversiones" pronosticada entonces y la escasez de reformas estructurales e institucionales para atraerlas, salvo casos puntuales. También entre el gradualismo y la recaída en otra de las recurrentes crisis macroeconómicas (fiscales y/ o externas) de los últimos 45 años, que condujo al plan de ajuste acordado con el FMI para evitar que adquiriera proporciones inmanejables y el país volviera a caerse del mundo. La diferencia es que esta vez el propio gobierno se responsabilizó por las causas (déficit fiscal, exceso de emisión y endeudamiento externo) y promete un punto de inflexión, aún con escaso consenso político interno.
De todos modos, el encuentro del G-20 no deja de ser desafiante. No solo por los diálogos bilaterales con los principales líderes mundiales para buscar acuerdos políticos y recuperar credibilidad externa, o por la interacción entre el sector privado de los países miembros para identificar oportunidades de inversión. Otro elemento importante es que la presidencia del Grupo permite incluir en la agenda temas globales que, por lo general, están lejos de las preocupaciones de la dirigencia política local.
Uno de los tres ejes planteados por Macri es el futuro del trabajo ante los cambios tecnológicos, que por primera vez aparece en el marco del G-20 y que en el país solo se debate en ámbitos especializados. Se trata de una discusión pendiente en la Argentina, que sigue empeñada en aferrarse a los esquemas de mediados del siglo XX y que hasta ahora le impiden diseñar o recrear políticas a base de las experiencias de otros países, para adaptarse a la realidad del siglo XXI.
Las innovaciones en las tecnologías de información, comunicación, automatización, robótica, impresión 3D, manejo globalizado de datos, inteligencia artificial, realidad virtual, son tan vertiginosas que permiten reemplazar muchas tareas rutinarias y, al igual que las fintech o las criptomonedas, forman parte del presente más que del futuro.
En todo caso, hay consenso en que muchos empleos del futuro aún no han sido creados y por eso resulta complejo calcular el balance con la destrucción neta de puestos de baja calificación. De ahí que el problema no sólo se circunscribe a la actualización de las leyes laborales sin afectar derechos básicos, sino a la necesidad de anticiparse para formar, capacitar y especializar recursos humanos en el manejo de las nuevas tecnologías. Y que, además de lo que puedan hacer las empresas en su ámbito específico, se requieren cambios de fondo en el sistema educativo para estimular la creatividad y la innovación.
En este terreno, la Argentina no está en el mejor de los mundos para encarar el empleo del futuro. Hasta el presente no ha podido resolver el crónico problema del empleo en negro, que afecta al 35% de los trabajadores, debido a los altos costos laborales extra salariales. El blanqueo laboral incluido en el proyecto de reforma de fines de 2017 fue cajoneado desde entonces en el Congreso, después de que la CGT le retirara el apoyo a otros capítulos que modificaban la Ley de Contrato de Trabajo de 1974, con el implícito respaldo de la oposición peronista.
Otro escollo son los convenios colectivos de trabajo que, al cabo de 50 años, quedaron tan rígidos y obsoletos como el pensamiento de muchos dirigentes sindicales provenientes de esa misma época y resistentes a cualquier actualización que no sea salarial, salvo contadas excepciones. Más pragmático, el ministro de Producción y Trabajo, Dante Sica, admitió días atrás ante empresarios supermercadistas de la asociación ASU que la frustrada reforma laboral quedará para después de las elecciones de 2019. Y que mientras tanto se buscará avanzar con mesas sectoriales en mejoras de productividad como las acordadas con el gremio petrolero de Vaca Muerta y que, junto con la incorporación de nuevas tecnologías, permitieron una sustancial baja de costos y recuperación de salarios.
No menos importantes son los problemas de formación, capacitación y educación. En el mismo cajón de la reforma laboral quedaron un sistema de formación laboral continua y otro de "prácticas formativas" en ambientes de trabajo destinado a estudiantes mayores de 18 años, con una asignación no remunerativa por 12 meses en carácter de estímulo. O sea, un eufemismo de pasantías rentadas, que la dirigencia sindical estigmatizó hace años como "precarización laboral". Aun así, el gobierno porteño puso en marcha "prácticas profesionalizantes" para estudiantes secundarios de 5° y 6° año de escuelas técnicas de la Ciudad de Buenos Aires, para que tomen contacto con la realidad del mundo productivo.
Más compleja es la reforma del sistema educativo, cuya estructura y contenidos se remontan a fines del siglo XIX, cuando la educación pública colocó a la Argentina a la vanguardia de la alfabetización y la inclusión social de los hijos de inmigrantes. Hoy es imprescindible apuntar al esquema de "escuelas ricas para las zonas más pobres" propuesto por el ex ministro Juan José Llach y expander la jornada extendida, que en promedio alcanza a 14% de las escuelas primarias estatales de todo el país (y a 5,7% en el conurbano bonaerense), pese a la ley sancionada en 2006. También, cambiar la lógica del aprendizaje enciclopédico en la enseñanza secundaria, cuyos índices de deserción (40%) son alarmantes. Para eso se necesita mejorar la formación y capacitación de los profesores y jerarquizar su actividad con mejores salarios. Aquí los gremios docentes son parte del problema más que de la solución, con su resistencia a ser evaluados y recurrir a los paros como recurso de primera instancia en nombre de defender la educación pública. Otra prueba fue la violenta resistencia de las minorías más ruidosas a la creación de la nueva universidad de formación docente en el ámbito porteño (UniCABA), como punto de partida de un cambio de mayores alcances que necesita de consenso político interno, más allá de lo que pueda debatirse en el G20.
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