La falacia de asociar barrio privado y riqueza
En marzo del año pasado, los desarrollos urbanos privados fueron noticia por un proyecto de ley provincial que hacía referencia a la función social de la propiedad y a su integración socio-urbanística. Semanas atrás, mientras se debatía el nuevo Código Civil, volvió la polémica por declaraciones de representantes oficialistas, quienes también mencionaron las dificultades que, a su juicio, presenta este tipo de desarrollos.
Paralelamente -y como una manera de engrosar las flacas cuentas públicas-, la provincia de Buenos Aires planea aumentar la carga impositiva de quienes residen en urbanizaciones privadas. Y a todo esto se sumó, en estos últimos días, un avance de la AFIP sobre la privacidad de las personas que habitan estos emprendimientos residenciales, sometiéndolos a un interrogatorio que parecería reñir contra la ley de protección de datos personales.
Por supuesto que ambos aspectos -el urbanístico y el fiscal- son debatibles. El problema surge cuando la discusión es en un plano ideológico que poco tiene que ver con la realidad. Ese sesgo torna abusivas una serie de medidas que en otro contexto serían totalmente válidas.
Con esas iniciativas, se presenta como axioma inapelable una asociación necesaria entre barrio privado y riqueza, lo que es un error. En los años 60, los countries aparecieron como factor aglutinante lo social, deportivo o cultural y sí tuvieron como clientela a lo más acomodado de la sociedad. Pero en los 90, el fenómeno urbanístico de mayor crecimiento no fue el de los countries sino el de barrios privados. El único denominador común entre uno y otro fue el de proveerse su propia seguridad. En los barrios privados, tanto el valor del metro cuadrado como el de las expensas son notoriamente inferiores a los de los countries tradicionales.
Muchos de esos barrios privados se llevaron adelante mediante un sistema de desarrollo al costo. ¿Qué significa esto? Que hay una empresa desarrolladora que representa a un grupo de individuos y les permite proveerse de una vivienda bajo un esquema que resulta en valores más bajos que en un desarrollo tradicional. Es una tendencia que crece y lo hace en el marco de una necesidad insatisfecha de gente que de otra manera no podría acceder a su vivienda. En estos sistemas se compra la tierra, se hacen las calles, cloacas, tendidos eléctricos y se instalan los artefactos de iluminación. Cuando todo está construido, son los propietarios los que pagan por el mantenimiento y la seguridad.
¿Cuál es el costo para el Estado en este tipo de urbanizaciones? Cero. Y no sólo no tiene que invertir un céntimo el erario para las obras sino que, también por el hecho de ser barrios privados, los municipios perciben las "cesiones de espacios verdes y públicos" que la ley 8912 ya impone, por ejemplo, en la provincia de Buenos Aires. Además, por ser barrios privados, los municipios perciben impuestos. Los intendentes también exigen distintos impuestos de inclusión social y otras obras de infraestructura.
Contra lo que busca instalarse, la realidad es que quienes viven en barrios privados son, en su mayoría, familias jóvenes de clase media a quienes no les sobra nada. Su elección no responde a una ideología sino que es la respuesta a la inseguridad.
Cargarles mayores costos hará real ese prejuicio asociativo entre barrio privado y riqueza: sólo podrán subsistir los proyectos más caros y sofisticados. El grandísimo universo de quienes no puedan acceder a ellos será, como lo fue antes de que exista esta alternativa, un problema del Estado.
Jorge O'Reilly