Para combatir la inflación es esencial fijar prioridades
Mientras la economía esté subordinada a las urgencias de la política, será muy difícil que se pueda controlar el alza de precios
El control de la inflación es una prioridad absoluta en el presente y lo será en los próximos años. Tanto si se cree que la inflación es un fenómeno puramente monetario, o que es multicausal, para combatirla será esencial fijar prioridades y concentrar esfuerzos sobre los factores clave que la generan. Los que inciden con más fuerza son el gasto público, el déficit fiscal y la emisión monetaria, íntimamente vinculados entre sí, sin por ello restarle importancia a causas secundarias.
El gasto público consolidado (Nación, provincias y municipios) virtualmente se duplicó entre 1996 y 2015, cuando llegó al 47% del PBI (fuente OJF). Este brutal incremento explica buena parte del estancamiento de los últimos años, también el déficit y parte de la inflación. Su reducción será muy dificultosa, especialmente por los salarios del sector público, el gasto previsional y las transferencias, que sumados componen el 75% del gasto. Sobre estas tres partidas se debería concentrar cualquier plan antiinflacionario, por aplicación de la ley de Pareto, según la cual el 80% de un problema obedece sólo a un 20% del total de las causas identificadas o probables.
Los gobiernos, durante el último medio siglo y un poco más, han destruido con sus propias acciones los planes antiinflacionarios que ellos mismos habían propuesto y aprobado.
La primera de dichas partidas, que es el peso de los salarios en el gasto, se debe al aumento del empleo público (Nación, provincias y municipios), totalmente desproporcionado con el crecimiento de la población. De 1,9 millones de empleados públicos en 1985, la nómina llegó a 3,8 millones en 2020.
En segundo término, el sistema previsional es crecientemente deficitario y tiene distorsiones severas que van en aumento, especialmente por el impacto de los beneficiarios con doble cobertura: son los casos de jubilaciones sin aportes, que sumaron 3,5 millones de personas, quienes además pasan a cobrar pensión cuando fallece su pareja. El Instituto para el Desarrollo Social Argentino (Idesa) estima que la incorporación de estos beneficiarios adicionó US$90.000 millones a la deuda pública (no contabilizada), a solventar en el futuro y sin contrapartidas.
En tercer lugar, las transferencias a provincias y municipios, que han sido cuestionadas por arbitrarias y discrecionales, acumulan superposición con los tributos locales que continúan en aumento. A ellas se agregan las transferencias por subsidios a proveedores de energía y transporte, cuyas tarifas controladas no alcanzan a cubrir los costos, tarifas que por razones políticas este año se han ajustado por debajo de las pautas establecidas en el presupuesto nacional, por lo cual los subsidios son mucho más altos que lo previsto. Por último, se estima que los planes sociales alcanzan a más del 40% de la población, a un costo aproximado de $200.000 millones, que da una idea de su peso creciente en las erogaciones del Estado.
Como resultado de la elevación del gasto, hubo un fuerte y progresivo aumento de los impuestos, a costa de una gran caída en la inversión y en la creación de empleo. A pesar del aumento en la recaudación, el déficit fiscal consolidado ya acumula 60 años de desfases imposibles de financiar, origen de los sucesivos “defaults” a raíz de los cuales el país ha perdido el crédito internacional. Hasta que la población no tome conciencia de que el déficit es el verdadero cáncer que afecta a la economía y haya un verdadero clamor social pidiendo su reducción, es altamente probable que la dirigencia política ignorará el problema y seguirá aumentando el gasto y el déficit (conforme a la llamada ley de Wagner).
La emisión monetaria para financiar al Tesoro, por su parte, está en niveles del 6,3% del PBI (2020, fuente: Iaraf), casi en línea con el déficit, lo que deja al desnudo tanto el exceso del déficit como la ausencia de cualquier medio genuino de financiación.
La inflación resultante de la política fiscal y monetaria, además de otros elementos coadyuvantes, ha alcanzado un promedio anual del 23,4% entre 2002 y 2020, con picos de 54%, un nivel inadmisible que nos convierte en un paria en la región y en el mundo.
El constante incremento de precios es la causa directa del aumento de la pobreza, puesto que el déficit se financia a través del impuesto inflacionario, que incide con más fuerza sobre las familias de menores ingresos. Dicho impuesto, en cálculos del economista Roberto Cachanosky, ascendió a $2 billones en 2020, una suma asombrosa, si se la compara con los $1,3 billones que recaudó el IVA y $1,4 billones del impuesto a las ganancias.
Mientras la economía siga siendo un factor dependiente y subordinado a las urgencias de la política, será muy difícil que se pueda controlar la inflación.
Vale preguntarse por qué, frente al flagelo inflacionario que se arrastra desde hace más de medio siglo, han fracasado los planes de estabilización, algunos de ellos diseñados por economistas de primer nivel: Gómez Morales, en 1949; Prebisch, en 1956; Frondizi-Frigerio, en 1958; Krieger Vasena, en 1966; el plan Austral (Sourrouille-Heymann) de 1985, y la convertibilidad de Cavallo, en 1991. En escala menor, Gelbard, en 1973; el tardío ajuste Macri-Dujovne de 2017, y el presupuesto fallido 2021 del ministro Guzmán, entre otros intentos de menor relevancia y duración.
La respuesta es simple, por lo menos a mi entender: mientras la economía siga siendo un factor dependiente y subordinado a las urgencias de la política, será muy difícil que se pueda controlar la inflación. A diferencia de otros países, en la Argentina la dirigencia es rehén del calendario electoral, que la mantiene permanentemente en campaña, puesto que debe enfrentar elecciones nacionales cada dos años. En consecuencia, aun si los políticos son conscientes de la necesidad de implementar un plan de estabilización de mediano plazo, privilegian permanentemente las acciones de corto alcance, con foco exclusivo en el resultado de los comicios y con directo impacto en el aumento del gasto y del déficit.
Estas medidas son, en general, contraproducentes y crean fuertes distorsiones. Peor aún, tienen efecto acumulativo, por lo cual comprometen severamente la gestión del gobierno en el período inmediato posterior.
La desalentadora conclusión es que, en mayor o menor grado, casi todos los gobiernos, durante el último medio siglo y un poco más, han destruido con sus propias acciones los planes antiinflacionarios que ellos mismos habían propuesto y aprobado. Ergo, es imperativo conciliar las necesidades de la política con las exigencias de la realidad económica. Sólo el manejo racional de las cuentas públicas durante un período prolongado, tal vez mayor al de cualquier mandato presidencial, podrá abatir la inflación. Dado que ésta es hoy la principal preocupación de la sociedad, debería también ser el primer punto de la agenda de todas las agrupaciones políticas que hoy están en plena campaña.
El autor es vicepresidente del directorio de Molinos Agro. Fue CEO de Molinos Río de la Plata
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